La Navidad es la infancia, aquel día en que la radio cantaba el gordo de la lotería, daban vacaciones en las escuelas y se abría el portal de Belén de la iglesia. Porque no había Corte Inglés ni dinero para adelantar las fiestas veinte días. Y eran los villancicos, esa música que nos hacía amigos de los pastorcillos judíos, de los ángeles, de la mula y el buey y de los reyes magos que venían de Oriente, un sitio con muchos regalos, y nos enemistaba con Herodes, que quiso matar al Niño Jesús.

Y las rondallas, cuando el pueblo –mejor, el cura—elegía a quienes mejor cantaban, tocaban la bandurria, la guitarra y la pandereta, ensayaban en la sacristía, en la iglesia o en el salón parroquial para no desafinar y luego se iban por los pueblos de alrededor a cantar por las calles, los teatros y las iglesias. Y por las noches, ya por libre y en pandillas, se iba por el pueblo a la casa de los más ricos, se les preguntaba “¿se canta o se reza?” e íbamos amontonando el aguinaldo, carita de rosa, que nos daban por cantarles.

La música era casi la primera asignatura que nos sacaba de nuestro personal y cerrado mundo y nos llevaba al de los amigos, donde había risas, llantos, peleas y aventuras que no encontrabas en tu propia casa. La música en Navidad, por ejemplo, es la esencia de un tiempo convertido en arte y memoria que lo hacen posible quienes juegan con su voz. Y en forma de corales o de rondalla se suben a los escenarios o caminan por las calles con la música como seña de identidad en la que se disuelven todos los prejuicios, sean ideológicos, religiosos o políticos porque este es un tiempo libre del que nadie puede apropiarse porque tiene su origen en la infancia, donde la noche del 24 de diciembre se iba a la misa del Gallo. Quizá porque la niñez nos dictaba, sin que lo supiéramos, que estábamos en el final del año, en el cambio de estación, cuando vivíamos el día más pequeño de los 365 y que lo lógico era la fiesta, las vacaciones, el ir a cantar y pedir el aguinaldo.

Más o menos como hacían los romanos en las saturnales, las fiestas con las que cerraban el año, que se celebraban en el Foro romano con un banquete público festivo. La noche de fin de año apenas si la celebrábamos los niños, que no creo que supiéramos nada de que había que comerse 12 uvas. La fiesta de la infancia era la cabalgata de los reyes magos. Un año me vistieron de pastor y al ir en mangas de camisa tirité de frío. Aunque luego los regalos en casa eran siempre los mismos: el camión que me echó por reyes Torreznillos, un representante de comercio que se enamoró en Villaralto, unas cuantas naranjas, unos calcetines y un pañuelo.

Un año también me echaron los reyes un revólver, que me lo colocaba en el cinturón cuando me vestía de indio con los tirabuzones de mi hermana como cabellera. Pero el momento más fuerte de la Navidad era la música, esa que durante este mes han estado exhibiendo casi todas las noches las corales cordobesas en Orive, sin cobrar nada. Ese arte, gratuito de toda la vida, es el sonido que sostiene la Navidad. Mi aportación a la comunidad fue en la rondalla de Villaralto, en la que mandaba el cura don José Luque Requerey, que le dio su aprobación a mi canto después de presentarme a él creo que Rafalín García, luego padre del tenor Pablo García-López, del que también heredé su sotana de monaguillo.

Aquellas rondas por los pueblos de Los Pedroches me enseñaron otras arquitecturas, otros mundos y la mayor sorpresa en las tapas de un bar de Pozoblanco: deseché las olivas porque creía que estaban podridas. Fue la primera vez que tuve delante gratis un platillo de aceitunas rellenas. Eran aquellas navidades de la infancia, que comenzaban con la radio cantando la lotería, las vacaciones en las escuelas y el portal de Belén en la iglesia.