Escribo estas líneas mientras los bombos de la lotería reparten la suerte, y no sé si cuando se publiquen Córdoba estará anegada en millones o si, como suele suceder, la fortuna habrá pasado de largo y nos habremos quedado con el socorrido gordo de la salud, que en los tiempos pandémicos que nos afligen es el mayor premio que nos puede caer. Pero pase lo que pase, el sorteo, con las cándidas voces de los niños de San Ildefonso y esa tierna emoción que nos embarga al escucharlas, habrá dado paso definitivo a la Navidad. Cierto es que los señuelos comerciales crean un ambiente cada vez más anticipado. Y que la apertura de los patios con olor a anís y roscos hace ya una semana que trata de evocar navidades antiguas con miradas actuales. Aun así, no sé qué resorte de la memoria activa el canturreo infantil de los números agraciados que escucharlo y sentirse por fin de fiesta invernal es todo uno, hoy como ayer.

Aunque la nostalgia está cargada de trampas, y la mayor de ellas es el recuerdo cuando se lo revive adaptado a las circunstancias presentes. Nada queda, a Dios gracias, de aquellos patios de casas tan pobladas como humildes en que, llegada la Nochebuena, los vecinos -una patulea de familias numerosas apiñadas en habitaciones insalubres- compartían ante una buena candela villancicos, mantecados y licores de garrafón para entrar en calor y olvidar las penas. Recrearlos en las visitas de estas tardes, sin ceremonia del fuego purificante -que las haría peligrosas- ni miserias superadas, o no, puede ser un intento romántico, como el de escuchar las viejas canciones navideñas de Ramón Medina, pero muy poco fiel a la realidad de entonces. Más bien un pretexto como aliciente turístico para explotar la veta del título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

Tampoco el 22 de diciembre es ya lo que era, el sueño de redención de la pobreza. Otros sorteos reparten más dinero que este, y encima al ganador lo acribillan a impuestos. Pero para muchos sigue siendo una fecha mágica, la de la ilusión compartida por todo un país. Y para unos pocos, los veteranos de este periódico octogenario, un recuerdo todavía vivo: el día en que todo el personal, cansado del tute informativo de la jornada, se recreaba en el paraíso gastronómico al que invitaba El Caballo Rojo, que esa noche desplegaba en la sede de la Torrecilla sus mejores artes, con Pepe García Marín al frente de la embajada. El hombre que puso a Córdoba en el mapa internacional con recetas rescatadas de los pucheros mozárabes, el dinámico empresario hostelero cuyo mayor mérito, según ha escrito Florencio Rodríguez, fue «llevar al paladar el sabor de la historia», se inventó junto a Antonio Ramos, entonces director del diario, y a Miguel Salcedo Hierro, luego cronista de la ciudad, el premio gastronómico Primera Plana. Y cada 22-D se estuvo entregando durante muchos años a personalidades de lo más variopintas, la mayoría sin parentesco alguno con los fogones. Una sabrosa manera de aguardar entre pavo en pepitoria y discursos hilarantes del gran Miguel Salcedo la larga lista de cifras premiadas. Números que había que picar uno a uno -lo digital era ciencia ficción- en cuanto Julio Barbancho, conserje y alma del periódico, los traía desde Madrid con la misma devoción que si portara el fuego de los dioses.

Valga esta anécdota del CÓRDOBA en las últimas horas de celebración de su 80 aniversario. Y a punto de cumplirse en abril del 2022, si es que llega a suceder, los 60 años de vida del restaurante que abrió caminos para los demás, ahora, sin el aliento de su fundador y víctima de la crisis, cerrado temporalmente. Todo pasa, pero siempre quedará el recuerdo de otros tiempos