Paulatinamente con los rigores del frío y ese aroma a castañas asadas que se adueña de las calles, recordándonos los años de nuestra infancia, nos vamos adentrando en los preparativos navideños que cristalizan durante estas cuatro semanas, en varios niveles que le dan sabor propio y lo distinguen del resto de ese año que, de otro lado, sigue en la sucesión de sus propios afanes y enredos, de luchas de egos e infamias estériles, de deslealtades propias y burlas ajenas, como ocurre con la Justicia, la lengua, o el sistema educativo, entre otras.

El adviento católico, siendo la Navidad una fiesta religiosa en su esencia, llega con el comienzo y apertura de un nuevo año litúrgico, con sus ornamentos morados, coronas de adviento y la colocación de belenes que nos recuerdan el acontecimiento cristiano que dividió la historia de la Humanidad en un antes y después.

La prenavidad social o adviento civil, de otro lado, este año llega más relajada que la última edición. Caracterizada por el consumo que arranca con el Black Friday, seguido del Cyber Monday y mercadillos de artesanías o productos navideños. Nutrida de espectáculos luminosos y múltiples eventos puestos en marcha con un vasto programa que incluye turismo de patios, conciertos para jóvenes, cuentacuentos, pasacalles de villancicos y zambombas flamencas, muestras corales, o representaciones teatralizadas en el casco histórico. La compra de los boletos para la lotería, y la adquisición de mercaderías que completen despensas y congeladores. Así como los encuentros gastronómicos que se multiplican en los días postreros. Todo ello, creando un clima extraordinario y afable, animando también una economía que necesita crecer para aliviar desdichas pretéritas.

Frente a toda esa prenavidad externa, ambiental y cultural, donde vamos acumulando compras y calorías, me pregunto si supone algo más para cada uno de nosotros que sabernos el centro codiciado de campañas de marketing comercial, en las que resalta nuestra condición de consumidores o comensales. La prenavidad también es un tiempo de frontera, de ruptura, de inicio. No solo por su ubicación en el calendario. Es un tiempo que no puede verse robado por escaparates ni luces de colores. Es la frontera entre el bien y el mal, entre la generosidad y la codicia, entre el individualismo y la solidaridad, entre los excluidos de siempre y quienes gozan de mayores oportunidades. La mirada del articulista se detiene en tantas fronteras que existen a nuestro alrededor. Las fronteras interiores que nos impiden crecer, que nos arrinconan, que nos crean frustraciones, miedos e inseguridades. Las fronteras que nos impiden escucharnos y respetarnos, las de los prejuicios y la intolerancia que nos separan y condenan, las del sexismo dominante o la ideologización totalitaria y el pensamiento único. Las fronteras de los pueblos, antaño lugar de encuentros y esperanzas, convertidas hoy en agujeros negros de los derechos humanos, en muros y fosos de protección, muerte y rechazo a la persona en tantos lugares del planeta, desde el cinismo de quienes proclaman los valores fundamentales de una dignidad humana que pisotean.

Desde la irrelevancia de este rincón, me gustaría plantearte sin ser pretencioso que, junto a todas aquellas prenavidades de las que no podemos sustraernos, también estas semanas que ya arrancan sean para nosotros un tiempo mágico y una tierra de frontera, de oportunidades como para aquéllos colonos. Y si me permites más allá, tiempo de conquista y de esperanzas. De fortalecimiento de nuestras capacidades y talentos que desvanezcan nuestras sombras. De encuentros, empatía y descubrimientos de la riqueza del otro que terminen con la indiferencia o el rechazo. De una mirada al mundo en el que las fronteras entre los pueblos sean solo la expresión de nuevos horizontes de humanización, que son de todos.

*Abogado y mediador