Se cumplen 21 años de la primera edición en España de ‘Gran Hermano’, cuando todos nos llevamos las manos a la cabeza por un concurso que ponía en venta la intimidad y suponía el culmen del género de televisión que ha impregnado toda nuestra vida: el ‘reality show’ o la ‘telerrealidad’. En adelante, ‘realiti chou’, que me parece una expresión más castiza para un fenómeno televisivo que, sin darnos cuenta, ha trascendido a la pequeña pantalla, se ha metido en nuestras vidas cotidianas creando patrones de comportamiento y ya es una forma de vivir.

Y no tengo nada en contra de los ‘realiti chou’ si no fuera porque allí donde entran desaparece lo que es auténtico, lo que es un poco menos ficticio. Los ejemplos más claros, lógicamente, están en la televisión. Primero, el dignísimo periodismo de noticias de sociedad, que marcó todo un género hace décadas, se convirtió en un circo de tres pistas de gritos de supuestos ‘famosos’; luego ocurrió lo mismo con el periodismo político con pretendidas tertulias que se sustentan no en contraponer ideas y soluciones, sino en inflamar sentimientos y en donde lo que menos importa es llegar a confrontar pacíficamente ideas. Igual ha pasado con los programas de aventuras, poniendo a figuras conocidas en una isla para que jueguen a cosas; e incluso en algo tan íntimo como citarse con una persona para iniciar una relación los ‘realiti chou’ ha marcado pautas. Hay quienes ya creen que si uno liga haciéndolo al estilo de la TV, ni ha habido cita, ni amor a primera vista, ni nada de nada.

Han desaparecido todos los programas musicales desde que hay un karaoke de lujo de cantantes que aspiran llegar a la élite sin pasos intermedios y hasta se echa de menos programas de cocina porque lo que interesa es ser un chef internacional y no arreglar el vulgar almuerzo diario. Es lo que pide la audiencia, es lo que pedimos, y eso es lo que hay.

Pero si todo quedara en la TV, no pasaría nada. Lo grave, como ya he apuntado con el tema de las relaciones personales, es que en la vida real y, más aún desde nuestra sumisión incondicional a las redes sociales, se nos está obligando a que todos seamos protagonistas de nuestro propio ‘realiti’. No importa que uno esté más solo que la una, siempre que se tengan mil seguidores y cien ‘like’ en una foto de una también solitaria cerveza, en una mesa apartada, en un vacío bar, con un paisaje apartado... El ‘postureo’ lo es todo.

Nos mienten, nos mentimos cada vez más, contándonos una realidad a la carta. Quizá porque no queremos ver ni disfrutar en lo posible de nuestro auténtico día a día. Quizá porque nos da hasta miedo. Quizá para no quejarnos de lo que en verdad tenemos encima. Pero cada vez cuesta mucho más distinguir cuándo vivimos la realidad y cuándo nos estamos contando a nosotros mismos un ‘realiti’.