Hace tiempo que no publica una obra nueva, de esas que acaparaban la atención de todo el país y concitaban larguísimas colas de lectores en busca de su firma, más que eso, de su palabra radiante e incisiva y sus gestos teatrales; una cercanía momentánea convertida en puro fetichismo que iba más allá de lo literario. Desde que la enfermedad llegó para quedarse -también los años, que pueden ser ya 91 si realmente nació en 1930 como aseguran sus coetáneos y no en el 36 que es lo que él, coqueto hasta la médula, ha defendido siempre-, desde que convirtió cada aparición pública en una despedida de todo y de todos con un «hasta nunca, probablemente» o algo parecido, Antonio Gala vive envuelto en el misterio y, al fin, en esa soledad sonora que perseguía en sus escritos. Parece que habita apartado del mundanal ruido entre los blancos muros del antiguo convento del Corpus Christi de Córdoba, al refugio cálido de su Fundación, la niña de sus ojos; pero tampoco es seguro si va o viene. Ni trasciende nada sobre la evolución de esa mala salud de hierro que le viene acompañando desde hace muchas décadas, convertida en una seña de identidad como podían serlo su hablar pausado y musical, fulgente de adjetivos y de ideas; la planta noblemente erguida, como el busto de un césar victorioso, o los bastones en los que desde joven se apoya, como solía argumentar, por razones más estéticas que estáticas.

Por eso, en mitad de este mutismo, crea gran expectación la denominada Semana de Gala, a pesar de que reúne a todo tipo de expertos en el maestro y su poliédrica obra menos a él. La tercera edición empezó el pasado lunes en la Diputación con una muestra colectiva a cargo de residentes de la Fundación, esos chicos talentosos que nunca envejecen, pues se renuevan a cada hornada artística, en los que, desde hace casi dos décadas, el escritor ve a los hijos que no tuvo. Acabará el domingo con un concierto de la Camerata Gala, y entre una y otra fecha se habrán entregado premios literarios; analizado ‘El manuscrito carmesí’, la novela ganadora del Planeta en 1990 que catapultó a la fama como novelista a quien hasta entonces había brillado como dramaturgo, y ofrecido conferencias como la del escritor Joaquín Pérez Azaústre o la de Antonio Vallejo. Esta última será el plato fuerte de hoy en la sede de la Fundación, y tratará sobre la amorosa relación del autor con Medina Azahara, cuyo esplendor y ruina ha paseado por poemas y espacios televisivos. «Un paisaje para una figura», parafraseando a aquel programa ya mítico que hablaba de lo perdurable y lo efímero, de las heridas del tiempo, es el título puesto por Vallejo a su trabajo; y nadie mejor que el director del conjunto arqueológico para glosar esa conjunción nostálgica y sentimental de la historia y las letras en quien ya desde aquel «ser íntimo» de la adolescencia, inteligente y distinto, halló en la escritura su camino de perfección.

Pero en realidad el paisaje de esta figura es toda Andalucía («Viva Andalucía viva» fue su legendario grito de guerra antes de que floreciera el discurso de las autonomías). Y Córdoba, su ciudad querida con pasión no por nacimiento -como es sabido, Gala nació circunstancialmente en Brazatortas- sino por afinidad electiva, pues venera esta tierra de fértil pasado y orgulloso desdén con la atracción de una fuerza de la naturaleza. Cambió Córdoba por la villa y corte madrileña para soñar con ella en la distancia, que es la manera menos peligrosa de amarla. A ella ha vuelto buscando serenidad ya hastiado de la fama, «calderilla -ha dicho- que hay que ganarse todos los días», y aquí permanecerá eternamente si se cumple su deseo, que se esparzan sus cenizas por los jardines del viejo convento. En la Córdoba de Gala.