Es bien sabido que acaso el mayor poeta español desde D. Luis Góngora (1561-1627), el sevillano Luis Cernuda (1902-63), denominó en ‘Ocnos’ a su urbe natal «La Ciudad del Olvido». Y de su lado, un buido auscultador del sutil espíritu de la capital de Andalucía, Antonio Burgos, ha escrito en nuestros días páginas de envidiable finura y penetración literarias en torno a «los silencios de La Maestranza» como clave definitoria del carácter y comportamiento del principal corso de las Españas. Por tales testimonios y otros muchos que podían allegarse sin mayor esfuerzo para refrendar el cetro de Sevilla en la temática glosada, no cabe preterir, sin embargo, la ruda competencia que, en el pasado como en el presente, otras ciudades andaluzas de densa riqueza histórica y vívido protagonismo social y cultural durante toda la edad contemporánea, a la manera, v. gr. de Cádiz, Granada, Córdoba o Málaga, ofrecieron al protagonismo hispalense. En todas ellas, la desmemoria y la escasa o nula ‘pietas’ en el culto a sus grandes antepasados ha sido y continúa siendo una de sus constantes más peraltadas.

En la ciudad de la «salina claridad» machadiana, una de las urbes más antiguas de todo el Occidente, hodierno pesarosamente amenazado por una rebelión cultural sin sentido y de extrema agresividad y gravedad, el silencio cuando no el vilipendio respecto a las personalidades que honraron y enaltecieron su ayer menos lejano resulta, a las veces, sobrecogedor. Bien es verdad que el angélico, personal y artísticamente, D. Manuel de Falla (1876-1946) sigue muy vivo en el alma colectiva, con permanentes alusiones en el discurrir cuotidiano de la ciudad de Hércules.

Como asimismo permanece enraizada en su psicología social el recuerdo bienquisto de los «Padres» de la Constitución de 1812, beneméritos de un liberalismo de alquitara sin igual en los depósitos de la historia europea de las dos últimas centurias. Pero frente a tan loable actitud, la hostilidad cerrada e implacable desatada por numerosos miembros de su elite intelectual y política sobre la memoria de uno de sus hijos de la mejor estirpe gaditana, José María Pemán (1898-1981), sobrepasa todos los límites de la intolerancia en una ciudad en la se abrogó venturosamente por vez primera de modo constitucional y democrático la «Santa Inquisición». Como todo hijo de Adán, el autor de Cuando las Cortes de Cádiz pudo tener y de hecho tuvo manquedades, defectos y hasta deslices poéticos y no poéticos poco afortunados, muy particularmente en los años desventurados de la excruciante guerra civil de 1936-39. Mas es claro que su bonhomía, afán de rectificación y talante comprensivo a lo largo del postrer medio siglo de su laboriosa existencia comparecen subrayadamente a la hora de cualquier juicio sobre una biografía en la que los capítulos luminosos se imponen con irrebatible fuerza a los de balance deficitario o crítico.

*Historiador