El pasado siempre vuelve. Al mentar este aforismo no queda otra sino acordarse de los grandes detectives de la novela negra, o darse un festín de ese bufé frío que es la venganza. O las dos cosas. Claro que el pasado es un patrimonio inalienable de cada individuo, y el común de los mortales lo asume con sus defectos y sus virtudes, tan común como barrer bajo la alfombra los primeros y enmarcando los segundos. Tan trivial como azorarse con los pecados de la juventud. En un reportaje fotográfico de un semanario nacional, Aznar aparecía como un Mio Cid centrifugado en un programa de agua caliente. Desconozco si Rita Maestre, concejal de Más Madrid, se ruboriza recordando aquel momento Femen en una capilla universitaria. Pero seguro que a Alberto Rodríguez no se le ha olvidado esa cuota de pasado pluscuamperfecto, con una patada a un policía de por medio.

El hasta ahora diputado de Podemos arrastra las consecuencias de aquella desproporción en una manifestación del año 2014. El poder aún se olfateaba lejos y una consigna clásica para alcanzarlo es derribar las barricadas, fuerzas de orden público de por medio. Después de unos días que no conmovieron al mundo, pero sí a la coalición de Gobierno, la presidenta del Congreso se ha allanado a acatar la sentencia del Tribunal Supremo, acarreando la inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo que, por ende, ha llevado al señor Rodríguez a abandonar su escaño. Ahora surgen los demonios de una duda jurídica razonable, por cuanto un sector de la doctrina en la que se apoyaban los cuadros del partido morado sostiene que esa pena de inhabilitación privaría al condenado del derecho a ser elegido, pero no así de los cargos ya obtenidos. Se tentaría el árbol prohibido de la irretroactividad de los derechos no favorables o sancionadores consagrado en la Constitución. Ese criterio, inicialmente defendido por Meritxell Batet para sostener la argamasa gubernamental, viró hacia el acatamiento de la sentencia del Tribunal Supremo, para evitar el choque de trenes entre dos poderes del Estado. La ira de Podemos ha sido todo un órdago que, con o sin cenas frías, tendrá sus consecuencias. Que una ministra del Gobierno -Ione Belarra por más señas- acuse a la presidenta del Congreso y al máximo órgano judicial de prevaricación no es una mentirijilla que se exculpa cruzando los dedos.

Alberto Rodríguez ha apelado en su momentánea despedida al victimismo. Se apoya en el golpe bajo de ser canario, y que sus colegas de barrio no estudiaron en colegios elitistas que los catapultaron hacia la carrera judicial, cortocircuitando esas favorables empatías de la mocedad. Y recurre como abogado a Gonzalo Boye que, junto a la defensa de la tocata y fuga del inquilino de Waterloo, pretende hacer otra muesca en la desestabilización del Estado español.

Prescripciones y rehabilitaciones de por medio, la justicia no es samaritana. El Supremo ha entendido que la inhabilitación para el sufragio pasivo no puede fraccionarse en disquisiciones temporales, tal y como contemplar que una mujer esté medio embarazada. No faltarán conspiraciones respecto al factor agravante de los rastas en ese fallo; tanto como desmontar de ingenuidad las derivaciones coadyuvantes de las castas. Incluso convendría calibrar el concepto de inelegibilidad sobrevenida. Pero los marcadores de transparencia de España como Estado de Derecho acercan más las declaraciones de Belarra al exabrupto que a la legítima defensa de un compañero de partido. Una patada muy cara, sobre todo para la permanencia de este Gobierno de coalición.