La erupción de un volcán supone acercarse a la cronología de los dioses. Toda una cursilada, incluso una imbecilidad para los parroquianos de los municipios de El Paso y Los Llanos que comprueban cómo el monstruoso avance de la lava puede zamparse sus casas. Pero esa boca de fuego es la fatídica e hipnótica demostración de que la Tierra está viva.

Cada punto del planeta marca su propio tempo. Los italianos están acostumbrados a los caprichos del Etna; a zigzaguear el vértigo del Estrómboli --la metonimia que también clasifica a los volcanes canarios-- y a congelar en esa pluma caliente de las Eolias ese amor más que cinematográfico entre Ingrid Berman y Roberto Rossellini. Amén de la fascinante y sempiterna plenitud de Pompeya, con la inquietante majestad del Vesubio que cualquier día puede cobrarse una segunda oportunidad. Y en esa curiosidad apocalíptica de los volcanes, casi todos los científicos se sienten Plinios.

Volcánicamente, nosotros nos tomamos nuestro tiempo. Hace muy poquitos años, frente al herreño municipio de La Restinga pudo aflorar la novena isla canaria --honor y gloria a La Graciosa--. Pero el volcán submarino se quedó apenas a unos cien metros de la superficie y ya se sabe que, aparte de los geólogos, lo que no se ve, no existe. Los últimos pespuntes de esa fuerza de la naturaleza se reflejan en el malpaís lanzaroteño, César Manrique empeñado en vindicar un paisaje que colapsó por los piroclastos precisamente en el siglo de la Ilustración.

Las Canarias son un epílogo del Cinturón de Fuego, esas migajas de Pulgarcito que descubren las placas tectónicas y las dorsales oceánicas. Viva la Tierra como la madre que la parió. En Hawai hay islas jóvenes y otras que geológicamente pronto doblarán la servilleta, como le ocurrió al vecino archipiélago de las islas Emperador. Pero el epicentro de esa trágica corte de los milagros hay que situarlo en el sureste asiático.

En 1815, el mundo contemporáneo asistió a un primer simulacro de cambio climático cuando las cenizas del volcán Tambora se expandieron urbi et orbi y dejaron al hemisferio norte sin verano, afinando la febril imaginación de Mary Shelley para crear a Frankenstein. Y la también indonesia isla de Krakatoa irrumpe en todas las antologías de los desastres naturales, en ese siglo XIX donde las Compañías de las Indias Orientales alcanzaban sus máximos beneficios y el colonialismo y las desgracias ajenas eran factores colaterales del triunfo de Occidente.

Cincuenta años desde la última erupción en territorio hispano, igualmente en la isla de La Palma. Dos gardeles y medio para ser evocadoramente nostálgicos. En el 71, ni siquiera había Marcha Verde y Karina cantaba en Eurovisión. Acercarse a contemplar el río de lava puede ser lo más cercano del Presidente Sánchez con el baño de Palomares, con el valor añadido de que no se cruzan de por medio ni bombas nucleares ni conflictos diplomáticos. Porque, cuando la Tierra estalla, hasta puedes echarle la culpa al boogie. Lo más importante es que no tengamos que lamentar desgracias personales. Luego, a medio y largo plazo, un volcán es un foco de atracción turística, la plástica y el morbo de desafiar un precipicio candente. Un suelo volcánico es sinónimo de fertilidad, y no únicamente literaria.

De la boca de un volcán durmiente, Julio Verne conectó las runas islandesas con la inverosímil salida en la costa napolitana, el Centro de la Tierra como imán permanente de nuestra imaginación.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor.