Cerca de Santo Domingo de Silos está el desfiladero de la Yecla. Es difícil distinguirlo de Nuevo México o la baja California, porque las películas en las que hemos aprendido cómo es Nuevo México están rodadas allí. Junto al desfiladero está el Cementerio de Sad Hill, en el que en ‘El bueno, el feo y el malo’ se produce el duelo a tres y la frase mítica de Eastwood a Wallach, cuando el segundo descubre que la noche anterior le ha sacado las balas del revólver: «Verás. El mundo se divide en dos categorías. Los que tienen revolver cargado y los que cavan. Tú, cavas.» En el cementerio las cruces se han ido poniendo nuevas por los visitantes, sencillas de madera unas, serias otras, elaboradas con huesos de serpiente y pájaros algunas. Pues bien: cerca del cementerio hay un bar de carretera que se define como el mejor rincón del mundo, y sirve hamburguesas, pone rock del que toda la clientela tararea y tienen las bebidas muy frías. Y un billar. Como rincón no está mal.

Llegamos al bar y mientras Cris aparca pido dos cocacolas, una zero y otra zero zero. Esto genera cada vez más un sainete insoportable que Cocacola debería solucionar. «¿Dos zero?» «No, una zero zero y una zero normal». «Dos zeros». «No, una dos zeros y otra zero normal». «¿Zero y normal?» «Vale». Yo no tengo espíritu para alargar estos intercambios, y sé perfectamente que me van a poner al final otra cosa, pero me da igual. La camarera me pone delante dos botellas gélidas y gigantes de cocacola, una zero y otra original. Cris y yo bebemos mucha cocacola, y mantenemos que pedir de la normal está ya visto tan mal como fumar. La zero tiene otro pase, aunque se decía que era un cáncer y lo daba, por el aspartamo. Yo ya no bebo cocacola normal casi nunca, salvo que se equivoquen en el bar. Y cuando sucede me acerco a ella como a una infidelidad retorcida, como engañar a una segunda esposa con la primera. Son muchas tardes con la lengua bañada en ella como para olvidarla, muchos días eternos de adolescencia terminados por fin en mi cuarto, con una botella fría de dos litros, mis libros y el ordenador. Vi pasar a mis amigos de los refrescos a la cerveza, de ahí al vaso largo y a las borracheras de ‘negrita’ en los botellones (esto, más que verlo, oírlo, porque no he pisado un botellón en mi vida). Yo me quedé ahí, de la primera que probé en el Bar Playa con mi padre a la que voy a tomarme en cuanto deje de teclear el artículo. Tengo mis preferencias, y me gusta más cuando tiene color y textura de jarabe, más en botella que en lata o vaso, y si es en vaso mejor con hielo picado que con cubos (tengo la manía de comerme el hielo y el ideal es el fino, que cruje una vez en los dientes y baja por la garganta). Me entró en la sangre la descarga de azúcar de la cocacola, la carne medio cruda de buey, el desfiladero en la vista y los ojos verdes de Cris enfrente como una puñalada de luz, y miré su botella de zero con cierta culpabilidad.

Menos mal que esa tarde se equivocó la camarera.