La humanidad se encuentra en una encrucijada. Puede hacer de este mundo un jardín o reducirlo a un cúmulo de escombros. Ha logrado una extraordinaria capacidad de intervenir en las mismas fuentes de la vida. Puede usarlas para el bien, dentro del marco de la ley moral, o ceder al orgullo miope de una ciencia que no acepta límites, llegando incluso a pisotear el respeto debido a cada ser humano. Y ahora, la terrible encrucijada de Kabul, donde las tensiones crecen por momentos y la violencia talibán pone en riesgo el rescate que se está llevando a cabo para evacuar a miles de personas. La verdad es que estamos rodeados, no solo por la terrible pandemia sino por los abismos amenazantes que se abren ante nosotros. Hace poco se señalaban cuatro grandes problemas que acosan a nuestro país, y que probablemente compartimos también con otros países: la pérdida de confianza en la democracia, la falta de proyecto moral y espiritual para la nación, la pérdida de credibilidad de los políticos y la corrupción de muchos que han ejercido el poder para el propio enriquecimiento. Todo ello ha conducido al desánimo, el malestar y la desorientación de muchos ciudadanos que ahora dirigen su mirada a propuestas utópicas y populistas, que unas veces son arcaicas y otras totalitarias. Los viejos partidos políticos son rechazados como incapaces para dar soluciones verdaderas que nos saquen de tantos problemas. Y las «nuevas formaciones» se aprovechan de la situación, dando cauce al malestar de generaciones sin trabajo, de universitarios cuyo horizonte es le emigración, y de una clase media que ha sido despojada de su anterior rango social y hoy es un poco el nuevo proletariado. Y quizás lo peor es que desentierran instintos y azuzan visceralidades, malestares y desazones. Juegan con un alma herida y ofendida. Y desde ahí, las masas son ciegas. Ante este panorama, está claro que el mundo necesita líderes, dirigentes preparados. Un pueblo no solo necesita ser gobernado para que cumpla unas leyes, sino que necesita también una orientación convincente hacia fines que dignifiquen su vida. Necesita tener al frente personas que, a la vez que gestores, sean animadores, guías y modelos. Ayer precisamente, celebrábamos la fiesta de san Agustín, una de las máximas figuras de la historia del pensamiento cristiano. Hinojosa del Duque, el pueblo que muestra con orgullo su rico patrimonio histórico-artístico, lo tiene como patrón y titular de su Feria y fiestas, que se celebran estos días. San Agustín se esforzó en acceder a la salvación por los caminos de las más absoluta racionalidad. Sufrió y se extravió numerosas veces, porque es tarea de titanes acomodar las verdades reveladas a las certezas científicas. Y aún es más difícil si se posee un espíritu ardoroso que no ignora los deleites del cuerpo. Las ideas políticas de Agustín deben situarse en el contexto de la profunda crisis que atravesaba el Imperio romano y de la acusación lanzada por los paganos de que la «cristianización» era la causa de la decadencia de Roma. San Agustín respondió trazando en ‘La ciudad de Dios’ una filosofía de la historia. Para San Agustín, la historia de la humanidad es la de una lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, la ciudad del bien y la del mal. Entre los moradores de la ciudad terrenal impera «el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios»; en la ciudad de Dios, «el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo». La lucha continúa en nuestro tiempo. A menudo, el hombre de hoy vive como si Dios no existiese e incluso se pone a sí mismo en lugar de Dios. El olvido de Dios, su desaparición del horizonte y el universo de la cultura dominante, que lo ignora o rechaza, es con muchísimo el peor mal que acecha a la humanidad de nuestro tiempo. El mundo quiere hacer de Dios el gran ausente de la cultura y de la conciencia de los pueblos. Estamos viviendo momentos complicados en el mundo, en nuestra sociedad. La quiebra moral que atravesamos no es sino quiebra del hombre, de ese hombre que no se siente querido de Dios porque lo ignora. Por eso, la humanidad vive en una permanente encrucijada.