Hubo épocas en que en los veranos cordobeses se combatían con botijos, ventiladores de aquellos de aspas metálicas y persianas bajadas. Y, por supuesto, los abanicos. Dicen que los inventó un chino ni más ni menos en el siglo VII, inspirándose en el ala de un murciélago. Aquí de murciélagos nada. Nuestras madres y abuelas, lo inventará un chino o no, se inspiraban en el pavo real. Eran tiempos en los que los niños aprendíamos a entender el lenguaje del abanico, que lo tiene. En ese silencio onírico de la siesta recuerdo como mi abuela con ímpetu y de manera inopinada desplegaba la baraja del abanico. Ese repiqueteo marcaba el inicio de esos salmos de aire que se escribían con aleteos. O mejor con pensamientos. Siempre al comenzar esa liturgia miraba con mis ojos de niño el rostro de mi abuela. Era como espiar la intimidad ajena por la rendija de una puerta.

Ella cuando veía que la observaba abandonaba la salmodia de sus pensamientos y me miraba con cariño sabedora de lo lejos que aun yo estaba de esos vientos de la vida que expelía el abanico, que apoyaba asido por su mano cerca del corazón. Que por cierto ha sido éste el que ha inventado el lenguaje del abanico. Cuántos noes de amores no correspondidos selló un abanico cerrado de forma rápida y airada; y cuántos «te pertenezco» de enamoradas regaló el dejar caer el abanico al suelo. Ahora con esta ola de calor en ciernes y con nuestros veranos cordobeses de casi seis meses el abanico ha sido sustituido por el mando a distancia del aire acondicionado. Tal vez preparándonos para lo que nos viene, pues dicen los que saben que dentro 100 años seremos la Arizona europea. Aun así para muchos ese abanico ya huérfano de esas manos que en otros veranos lo mecían sigue estando en nuestros modernos estíos apoyado en el corazón del recuerdo y escrito en el pensamiento «siempre un abanico», en verano.

* Mediador y coach