Hoy es San Pedro y San Pablo, buena efeméride para descubrirse ante la Iglesia como institución. Por encima de unos claroscuros resaltados por unas inconclusas constricciones -enfocados en los últimos tiempos en los casos de pederastia- ninguna organización presente puede engarzar su cuadro genealógico con los propios acontecimientos de la Humanidad. Basta acercarse a la cronología de los 266 Papas para medir el propio tiempo de Occidente. Cuando en Simón Pedro se asentó sus primera piedra, en Roma imperaba la dinastía de los Julia-Claudia. El cuadragésimo quinto sucesor del Nazareno, el primer León, le paró los pies a Atila. Silvestre II, amén de patrocinar carreras populares, dobló el primer milenio. Benedicto IX marcó un tiempo de incongruencias, quebrando la perpetuidad del Obispo de Roma. Registra el dudoso de ser el único hombre nombrado tres veces Papa.

Llegó la sublimación terrenal de los Papas renacentistas y el enroque de los Papas que no querían aceptar que su reino no era de este mundo hasta que Pío XI y Mussolini firmaron los Pactos de Letrán. Vista la perdurabilidad de su obra, el tándem que formaron el Pescador y Saulo de Tarso muestra una eficacia que va más allá de gestionar la antesala del Reino de los Cielos. Pedro engrasó mediante su martirio y la de sus primeros sucesores los engranajes del poder, pero la arquitectura ecuménica y universal es obra de San Pablo.

Las comparaciones no se sostienen aunque hubiera estado bien escuchar la réplica de los homónimos del Gobierno -nuestro Pedro y Pablo- ante el último posicionamiento de la Conferencia episcopal. Pablo Iglesias -retranca de apellido para el caso- ya no está en el Ejecutivo, pero habría dado mucho juego una declaración suya frente a esa falta de condena de los obispos españoles ante los indultos de los 9 condenados en el procés. Quizá se habría congratulado por este posicionamiento afín a los pontificados más sociales de León XIII, Pablo VI o del propio Papa Bergoglio. La perdurabilidad de la Iglesia se asienta en la contundencia, pero en muchos más casos en una calculada ambigüedad. Sin embargo, la vía del diálogo no ha sentado nada bien en las filas conservadoras.

Aznar ha tomado nota frente a esta posición levantisca de los obispos españoles -otra versión sería la tibieza de la curia española ante la díscola contundencia de los prelados catalanes-. Aznar también ha incluido como pareja de baile de su enojo a un nutrido sector de la patronal, con un Garamendi abrumado por su incomprendida proclama conciliadora. Que Pepe Álvarez, secretario general de UGT, haya salido en defensa del presidente de la CEOE induce a oler a cuerno quemado tanta fraternidad y que los recalcitrantes inicien una batida de tontos útiles.

Tomar nota es una forma de jalear el descontento; de incidir en el todo por la parte, acaparando votos fuera de los territorios rebeldes para fomentar una unidad asentada en la discordia. Tampoco hay que escandalizarse porque la Iglesia se sienta a gusto en su rol conciliador. En otros tiempos, el arzobispo de Barcelona habría estado en la mesa presidencial del Mobile, bendiciendo los alimentos y los buenos números del Congreso de telefonía. Ahora, penitencias aparte, tomar nota también se demuestra en la paciencia de no contraatacar con emoticonos.

Con o sin hisopos, mejor tender puentes -reminiscencias etimológicas de pontificado- que agitar las urnas azuzando desentendimientos.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor