Mi balcón ha vuelto a la soledad del confinamiento porque el patio del colegio se ha quedado vacío con la llegada del verano. Las vacaciones son un tiempo de aprendizaje sin pupitres en el que la imaginación indaga, sin profesores, sus propios caminos. Como el de la libertad del agua, sea de albercas, piscinas, mares u océanos. Espacios abiertos propicios para el primer beso en las arenas de las playas o en el cemento de las piscinas. Una de las asignaturas obligadas del aprendizaje de los niños es su tiempo de vacaciones, esa tregua en el estudio, donde la imaginación se agiganta llevando los ojos muy abiertos. Sin profesores, timbres, silbatos, libretas y clases los niños retornan a esa especie de salvajismo innato en el que se movían hasta que llegaron a la escuela. Los campamentos de verano quizá sean la mejor fórmula para conocer ese otro mundo que no les ofrecen los pupitres. Porque un alumno de pueblo puede irse con sus amigos a los melonares con las sandías y los melones pegados a la tierra, o a las huertas a ver cómo crecen las lechugas, los tomates y los pimientos, tomarse la merendilla en la casa de los abuelos y oler a gallinas y burros en las cuadras. En la ciudad es ya casi imposible porque el único instrumento que encuentran para ‘viajar’ a otros mundos es el móvil, un aparato que recorta y empequeñece la enseñanza. Los campamentos de verano pueden ser la construcción de esos mundos algo salvajes en donde su cierto descontrol con horarios es una atracción para los críos, ya sin campos de fútbol, ni patios de recreo, ni pandilla con la que pelearse hasta que llegue septiembre. No sabemos si el siglo XXI inducirá a los críos a saltarse la siesta impuesta por los padres, vestirse de indios apaches o pistoleros, y oír los pregones del afilador de cuchillos o de los tapiceros de sofás tan distintos de aquellos «tostaos en cambio de crudos» de los vendedores de garbanzos con burro. Las vacaciones sí serán siempre un tiempo de estudio por los suspensos y de gozo por los sobresalientes.

Y una tregua, un tiempo para el disfrute, la imaginación y para aprender a vivir sin tener nada que hacer, que no es tan fácil. Una especie de oasis sin discursos en el que más de un político no sabrá mantener una conversación sin las consignas de su jefe de prensa, que cobra por pensar por él. Quizá el momento propicio para escribir la propia disertación para no leer la que otros, los técnicos, les escriben. Exceptuamos de todo este contexto de intento de creatividad a aquellos políticos que sólo le quedan cuatro o cinco años por cotizar para una jubilación bien pagada; no vamos a exigirles a estas alturas que aprendan a escribir una arenga aunque sepamos que nos van a superar en la paga de la vejez. El verano es un descanso para los políticos y para quienes son fieles al telediario, que no tienen que escuchar sus declaraciones. Y que se pueden olvidar de términos como corrupción, demagogia, sectarismo e incompetencia, males bastante pegados a la clase política.

Pero el verano, sobre todo, es la imaginación, la búsqueda de la belleza en el ocio, en la casa del pueblo, en la siesta de colchón en el suelo. O en Fuengirola, donde Córdoba duerme por julio y agosto, y Rafael Gómez Sandokán tuvo a su tocayo san Rafael como estatua de una plaza, y en Torremolinos, el comienzo de aquellos veranos de 1957 con los bikinis de Brigitte Bardot cuando rodaba en La Carihuela Los joyeros del claro de luna en los que España se desató para hacerse rica con el turismo. Y nosotros seguimos yendo a esos mares del desarrollismo, donde Franco dio un oculto permiso para saltarse el sexto mandamiento. Ya estamos en verano, en Cerro Muriano, Torremolinos, Fuengirola, Banalmádena o Cuba, donde la exposición Arte de ida y vuelta: de Córdoba a la Habana, del diseñador gráfico Rikardo, en la Fundación Cajasol, nos muestra con contundencia las bellezas de la Ribera, el Malecón, la Plaza Vieja de La Habana o La Corredera. Me acuerdo de aquel verano en Cuba, donde comí cocodrilo, le compré unos pantalones vaqueros a mi hija y en un cayo contemplé por primera vez la belleza y perfección del universo con unas aguas transparentes, templadas y limpias donde un pirata con sombrero sostenía en sus hombros un loro casi silencioso en la siesta. En pleno verano, ese tiempo sin pupitres.