Acabamos de celebrar el Día Internacional del Libro, el pasado 23 de abril, fecha con encanto, que la Unesco estableció en el año 1995. Como bien sabemos, se entrelazan varios aniversarios: el de la muerte de Shakespeare, el 23 de abril de 1616, y el 22 del mismo año, el de la muerte de Miguel de Cervantes. En nuestra era digital, los libros se relativizan a causa de un tópico muy extendido y falso: «Hoy todo puede encontrarse en internet». El tema se abre en tres paisajes que quizás se contemplen con un cierto recelo, pero que necesariamente han de «convivir, enriquecerse y complementarse» para aprovechar las mutuas ventajas que nos ofrecen. El novelista católico André Maurois, profundo conocedor del alma humana, sostenía que «el primer y principal problema que un buen bibliófilo debe resolver es este: crear una biblioteca excelente con los menos libros posibles». Jaume Traserra, que fue obispo de Solsona de 2001 a 2010, decía que hay libros que son como viejos amigos, a los que uno vuelve una y otra vez para releerlos y disfrutar de ellos: los libros son los mismos, pero varía la situación vital y el estado emocional del lector que, al releerlos, es como si dialogara otra vez con ellos, descubriendo nuevos matices. Siglos antes, el médico y teólogo danés Thomas Bartholin sostenía que «sin libros, Dios permanece silencioso; la justicia, dormida; las ciencias naturales, paradas; la filosofía, coja; las letras, mudas; y todo envuelto como en unas heladas tinieblas». De ahí, la enorme importancia de las bibliotecas de la Iglesia, como subrayaba el pasado mes de marzo el cardenal José Tolentino, archivero y bibliotecario de la Santa Sede, en una entrevista en el portal de noticias ‘Vatican News’: «La Iglesia es tanto más vital cuando es consciente de la memoria viva que late en ella y le asegura su continuidad. Una biblioteca y un archivo son antídotos contra la amnesia». Quizás por esta razón, a lo largo de muchos siglos, la Iglesia fue casi la única gran institución que, de forma continuada, se dedicó a esta labor de preservación. Las bibliotecas eran principalmente eclesiales, ya pertenecieran a las catedrales o, más a menudo, a los monasterios. Desde un punto de vista cristiano, las bibliotecas no son tan solo un espacio para acumular valiosos documentos y poder estudiar, sino sobre todo, el lugar donde, como dice el papa Francisco, «confluyen la Palabra de Dios y la palabra de los hombres». Toda producción escrita que explícita o implícitamente ayuda al hombre a avanzar hacia la verdad encuentra su lugar en las bibliotecas de la Iglesia. En primer lugar, la Sagrada Escritura, a continuación, toda la reflexión teológica cristiana elaborada desde los primeros siglos y, luego, todos los textos filosóficos, culturales y literarios que tienen como motor y finalidad la búsqueda del bien y de la plenitud humana, aunque no sean cristianos. Libros, bibliotecas e internet se configuran hoy como tres escenarios espléndidos para el hombre del siglo XXI. Tengo la convicción de que en la limpieza más a fondo de pisos y de casas, «se tiran los papeles», pero se conservan los libros. ¡Cuántos y qué espléndidos títulos y temas! Entre los libros, sigamos el consejo del papa Francisco: «Hagamos espacio a la Palabra de Dios. Leamos algún versículo de la Biblia cada día. Mantengamos abierto el Evangelio en casa, en la mesilla de noche, llevémoslo en nuestro bolsillo, veámoslo en la pantalla del teléfono, dejemos que nos inspire diariamente. Descubriremos que Dios está cerca de nosotros, que ilumina nuestra oscuridad, que nos guía con amor a lo largo de nuestra vida». ¡Qué palabras más hermosas!

** Sacerdote y periodista