A lo largo de la historia los sueños de riqueza de los españoles se han repartido entre toreros, artistas y futbolistas. Quienes en algún momento aspirábamos al haiga, el cortijo y vivir de las rentas debíamos emular necesariamente a -enumerados por orden decadente- ‘Manolete’, Frank Sinatra o Cristiano Ronaldo. Hoy los tiempos han cambiado y, desde que se ha descubierto su fortuna, todos los niños quieren ser Pablo Iglesias.

Tras su fugaz paso por el Gobierno de España, la pareja formada por el extinto vicepresidente y la ministra de Igualdad -ahora reconvertida en tertuliana de inquisitoriales programas del corazón- han amasado, por ahora, un patrimonio cercano al millón y medio de euros. Si agotan la legislatura el Sultán de Brunéi les pide un préstamo. Hay quien achaca tan sorprendente capacidad de ahorro al hecho de que entre todos le hayamos sufragado el coche, chófer, vigilancia en la puerta de la mansión y hasta la niñera de sus hijos, pero no es menos cierto que el sueldo del jardinero, las cuotas de la televisión por cable y el mantenimiento de la piscina lo han afrontado solitos. Como ahora toca conservar un tren de vida con más lujo que el Orient Express, Iglesias ha solicitado una cesantía de cinco mil quinientos euros mensuales; se ve que la única cartera que está dispuesto a perder es la ministerial. Pese a todo, las costumbres de Pablo apenas han cambiado y, al igual que antes, pasa las tardes frente al televisor mirando con aburrido desdén el concurso ‘¿Quién quiere ser millonario?’. Por las mañanas prefiere emocionarse con la telenovela autobiográfica ‘Los ricos también lloran’.

Mal podían pensar los indignados de la Puerta del Sol que bajo el manido «sí se puede» se escondía el anhelo de algunos por hacerse ricos. Los que venían a ajustar cuentas han empezado por la bancaria propia, y la única deuda saldada es su crédito hipotecario. Por mor de su reciente hornada, los comunistas de nuevo cuño se han convertido en un Robin Hood a la inversa, y es que de la biblia marxista ‘El capital’ a muchos solo les gusta el título. Ahora los únicos muros que levantan son los del dúplex en La Moraleja para alejar indiscretas miradas. En unos años, las arengas incitando a la huelga en las fábricas principiarán con un «¡compañeros del (vil) metal, uníos!», y la lucha de clases de los ministros podemitas quedará reducida a codazos en la escalerilla del avión por viajar en primera. El mimetismo de estos rojos de salón con la aristocracia alcanza a la propia institución, y hasta la vicepresidencia ha resultado ser hereditaria en la persona de la republicana Yolanda Díaz. Más que por los esfuerzos desplegados por Churchill, Kennedy o el papa Juan Pablo II, quizás la verdadera causa del fin del comunismo sea la debilidad de una ideología que, como el veganismo, sucumbe ante un plato de jamón de bellota.

Desconozco por qué extraña asociación de ideas, al pensar en Pablo Iglesias vienen a mi mente los versos de Jorge Luís Borges («suelen al hombre perder/ la soberbia o la codicia»), o aquellos otros de Rafael Alberti («ese hombre está muerto y no lo sabe / quiere asaltar la banca»). Temo estar siendo injusto con él. A fin de cuentas, todos sabemos que el comunismo, al igual que la adolescencia, es algo que se cura con el tiempo.