La Semana Santa no termina en la tarde del Viernes Santo, ni en la soledad y el silencio del sábado, sino en la noche luminosa de la Vigilia Pascual, cuando el nuevo cirio recibe la luz nueva, símbolo de la presencia de Jesús resucitado. No hay tumbas que puedan contener ni losas que puedan oprimir la vida de Dios. Y si hemos intentado una cosa u otra, entonces, como la Magdalena, al final tenemos que confesar, estupefactos: «Se han llevado a mi Señor y no sabemos dónde lo han puesto». La pregunta surge espontánea para que cada persona creyente y todos los «buscadores de Dios», puedan planteársela con honestidad y responderla en lo más profundo de su corazón: «¿Cuándo entenderemos que al Dios de la vida no podemos reducirle a una figura del pasado, sino que es en medio de nuestra vida de cada día donde debemos buscarle para encontrarle?».

¡Dios es Dios de vivos, y no de muertos! ¿Cuándo entenderemos que no hay losas que puedan poner obstáculos al Dios que, incluso con las puertas cerradas, por miedo, se presenta en medio de nosotros, para transmitirnos su saludo de paz? Por muy grande que fuese la piedra con la que los romanos quisieron sepultar a Jesús; por muchas mentiras que las autoridades inventaron contra él; a pesar de que dijeran los poderosos que con su muerte se acababa todo, fue Dios quien pronunció la última palabra. La resurrección de Jesús no tiene analogías ni paralelos. Se realiza en el espacio misterioso de la fe, es testimoniada por la revelación y queda reflejada en la experiencia incontestable de la comunidad primitiva. La resurrección de Jesús no acontece a la medida de la resucitación de un cadáver, como el de Lázaro. El relato histórico, sucesivo y detallado, obedece a la necesidad de una expresión catequética del misterio realizado. Dios ha querido que nos encontremos con el mensaje de la resurrección de Jesús, no por la vía de la curiosidad, sino de la fe. El acontecimiento no pertenece a la fenomenología ordinaria. Los que solo quieren ver con los ojos de la cara le confunden con el hortelano, con un fantasma, con un vulgar caminante. Y esto acontece también con Tomás y los once. El mismo Jesús señala incontestablemente el camino: «¡Dichosos los que sin haber visto creen!». El Domingo de Resurrección nos ofrece a los cordobeses, en la iglesia de Santa Marina, la imagen del Señor Resucitado, obra de Juan Manuel Miñarro, y la imagen radiante de la Virgen de la Alegría. A lo largo de la Semana Santa, en estos «latidos», he querido ofrecer a los lectores de nuestro periódico, los destellos teológicos y cofrades, que nuestras hermandades viven con entusiasmo devocional todo el año.

Permitidme una pregunta final: «¿Cómo podemos ver al Resucitado?». La respuesta está a nuestro alcance: «Veremos al Resucitado siempre y cuando en nuestra propia vida hagamos experiencia de resurrección». De hecho, si los discípulos querían ver al Viviente, tenían que ir a Galilea. Haremos la experiencia de Cristo resucitado allí donde vivamos el compartir de nuestros propios bienes, el cuidado de personas vulnerables, el amor por todos. Sólo hay resurrección en el amor vivido. Se hace experiencia del Resucitado allí donde se vive lo que él mandó que hiciéramos. Como bien señalaba, al inicio de la Cuaresma, el obispo de Córdoba, monseñor Demetrio Fernández: «No somos espectadores de la vida cristiana, sino protagonistas. En la medida en que entremos en la dinámica de la Pascua, en la medida en que muramos con Cristo a todo lo que nos aleja de Dios y de los hermanos, en esa misma medida desbordada, Dios nos hará partícipes de la resurrección de Cristo».

* Sacerdote y periodista