Los tradicionales pregones de la Semana Santa tendrán que esperar otro año siendo optimista; pueden ser más años. Me refiero a los pregones habituales con bulla a la entrada y lleno total. Los que perviven con estrictas medidas de seguridad, son pregones capitidisminuidos. Pero peor es la Semana Santa. La ausencia de procesiones repercute en la movilidad de la gente. Las calles vacías suscitan una melancolía especial. Ni saetas al Nazareno o a la Dolorosa, ni el sonido de las bandas de tambores y trompetas que no faltan en las procesiones de ciudades y pueblos. Esta ausencia se hace más evidente en pueblos como el mío. Este año igual que el anterior, al no haber turba de judíos con sus cientos de tambores, se «oirá» un silencio sepulcral. Los más filósofos reflexionarán sobre la vulnerabilidad real de este mundo que nos parecía inmune ante toda clase de peligros. Convivimos entre más virus que estrellas hay en el Universo, y menos mal que la inmensa mayoría son inocuos para los seres humanos. Ahora el covid-19 es nuestro nuevo enemigo, el culpable de que no disfrutemos de la Semana Santa ni de los pregones. Algunas personas rememoraran lo que les contaron sus abuelos. Aquella Semana Santa cuando las autoridades prohibieron las procesiones. Era el virus político de los años 30. Esa memoria histórica reaviva la memoria actual. Estamos en otra guerra y aunque ya no caen bombas hay muchos muertos en hospitales saturados. Hay miedo al contagio. Problemas de suministro de vacunas, desinformación, guerra de propaganda, colapso económico. Esto sí que es otra Semana Santa dolorosa.

 ** Periodista