Parece que las buenas noticias se han dado últimamente una vuelta por la calle Ambrosio de Morales. Aunque la mejor sería que la Real Academia volviera pronto a sus viejos predios dinamizando aún más una vía que mientras tanto sigue acumulando enteros en la cotización cultural e incorporando cuidadas ofertas de alojamiento à la page. Mientras tanto, a uno y otro lado, sus lindes continúan ofreciendo al paseante puertas desde las que no solo acceder a evocaciones de antaño --más aún si seguimos descendiendo por San Eulogio, la Casa Góngora y Cabezas-- sino a inquietudes creadoras de todo tipo. Hace unos días la Fundación Gala se congratulaba de la concesión del premio Biblioteca Breve a un becario de su primera promoción, Juan Manuel Gil. Del texto galardonado --Trigo Limpio-- que acaba de aparecer en las librerías, la editora destaca su humor «nítido, noble y muy gamberro» en una trama donde el autor se entremezcla con el narrador y el personaje utilizando la infancia como un yacimiento de experiencias que genera ficciones. Comienza con un niño que trata de recuperar un balón en la pista de aterrizaje de un aeropuerto. Luego, según el jurado, la cosa engancha. Reconforta ver cómo los jóvenes creadores del centro transforman en galardones sus sueños.

Justo enfrente, de banda a banda, la Junta se ha comprometido a mejorar las instalaciones del Teatro Cómico Principal --que ha dado fe hasta hace pocos días de la excelente labor de la Escuela de Artes Plásticas de Priego y propiciado el recuerdo de Antonio Povedano-- para potenciarlo como centro de multiactividades culturales. La historia del Teatro Cómico es la de una especie de Ave Fénix que desde 1800 aparece y desaparece (e incluso renace de entre las llamas) diversificándose entre representaciones escénicas, conciertos, títeres, bailes de máscaras, manifestaciones políticas y patrióticas o acogiendo entidades filarmónicas. Pero sobre todo ilustrando con sus peripecias los agitados principios del XIX con sus pugnas entre conservadores y progresistas. Entre esas cosas que surgen y se desvanecen las últimas han sido varias de las piezas que conformaban el paisaje vertical del exterior de su medianera, aunque el gato hace gala de su siete vidas sobre el tejado y tres de sus nueve golondrinas mantienen el vuelo sobre otro próximo.

Ahora ambos edificios conviven armónicamente. Y casi cada uno anima a visitar el otro. La calle es la que no ha cambiado mucho. Posiblemente es más tranquila en materia de tráfico. En el XIX los días de función debían ser un poco caóticos. Lean: «Los coches llegarán al teatro por la calle del Cabildo Viejo y, luego que se apeen sus dueños, se retirarán por la cuesta de San Benito abajo o se detendrán en la plazuela inmediata sin embarazar el paso hasta que concluida la función lo vuelvan a tomar por su orden... no se permitirá el acceso a ningún embozado... se prohíbe arrojar objetos al tablado, ningún hombre podrá hablar desde el patio a las mujeres de la cazuela ni entrar o salir de ella, no se podrá fumar...». La lista es larga. Y es que lo de ir entonces al teatro precisaba edictos de este tipo «para proporcionar a los espectadores la diversión tranquila y decente que apetecen con el decoro y moderación correspondiente a los actos públicos». Lo de no fumar no era por motivos de salud, sino de seguridad, al igual que lo del embozo. Aunque aquellos años fueron también de epidemias (con la lógica suspensión de actividades). Me contaban mis compañeros de la Universidad de Castilla la Mancha, visitando el Corral de Almagro, que en las cazuelas se daba la figura del «apretador» encargado de ajustar las filas a su verdadero aforo dada la ampulosidad de los vestidos de algunas espectadoras.

A la entonces priora del convento del Corpus Christi y hoy Fundación Gala no le hizo ninguna gracia que le edificaran un teatro delante, suplicando en su momento «por la sangre de Cristo» a las autoridades que usaran «sus poderosos influjos» a fin de que se suspendiera la construcción del local. Con menos tapujos se anduvo por entonces el obispo Ayestarán acusando a Casimiro Cabo Montero, promotor de la obra, de arremeter contra las religiosas y llamándole de todo menos bonito (hubiese hecho carrera en el actual Congreso). Tampoco se quedaban cortos los predicadores. Y, paradójicamente, a veces, hasta «escenificaban» sus diatribas.

Luis María Ramírez de las Casas Deza recordaba estas cosas, casi al albor del mes de marzo de 1843, durante una sesión de la Real Academia glosando la historia (hasta entonces) del Teatro en Córdoba. Los interesados pueden hoy recuperar su intervención a través de un libro de pequeño tamaño pero de rico contenido, con introducción y notas de Carmen Fernández Ariza, editado por la Academia y la Diputación. Es muy difícil no disfrutarlo. Más aún cuando está próximo el Día Mundial del Teatro. Y quienes encaminen sus paseos Ambrosio de Morales abajo verán enriquecidas sus evocaciones.

* Periodista