Las malas noticias nunca vienen solas. Por si teníamos pocas con las derivadas del coronavirus, llegan las estadísticas y como todos los años nos comen la moral, que a estas alturas se arrastra ya por el suelo. Un informe del centro de análisis Funcas sobre la despoblación de la España interior acaba de arrojar el dato de que la provincia de Córdoba -el estudio no incluye las capitales ni municipios de más de 50.000 habitantes- es una de las dos únicas andaluzas que sufre despoblación; junto con la de Jaén, tan semejante a la nuestra en tribulaciones que casi se entiende el jaleo que ha montado al perder en favor de Córdoba la base logística del Ejército. El recuento revela una realidad sociológica que, aunque conocida, duele recordar, y es que hace décadas que algunos pueblos, sobre todo de la zona norte, van perdiendo habitantes en un goteo continuo que reclama de los poderes públicos una solución. Pero al mismo tiempo el censo de Funcas aporta motivos para la esperanza, pues si bien esta provincia sufre una densidad de población inferior a la nacional, lo hace en menor grado que las otras incluidas en la lista de la España vacía, muchas de ellas castellanas. Y como en el país de los ciegos el tuerto es el rey, cabe añadir como nota positiva que Córdoba supera a las demás, salvo Guadalajara, en la juventud de sus vecinos (cerca de un 20%), por lo que de momento se aleja el fantasma de la soledad.

Pero la juventud no lo es todo. Según informaba Manuel A. Larrea en este periódico, el estudio concluye que, más que un problema poblacional, se trata de una cuestión económica: el estancamiento por la falta de industria y los altos niveles de paro que solo se resolverá con un mejor aprovechamiento de los recursos de esos pueblos, que son muchos. Algunos apenas exigen inversión, pues puede aportarlos la madre naturaleza, que en principio es gratis -salvo cuando llegan los listillos y le ponen precio-. Otro reciente informe, el Barómetro Turístico del Centro de Análisis y Prospectiva del Turismo de la UCO, cifra muchos de los males del sector en Córdoba, sobre el que traza un panorama desolador, en la escasa diversificación de la oferta. Un déficit estructural que va más allá de la pérdida de 254 millones de euros en 2020 por culpa de la pandemia, que antes o después acabará, y que apunta a un cambio de objetivos y hasta de mentalidad. Menos turismo urbano que, parece ya olvidado, sobresaturaba la capital hasta que llegó el azote de la covid y con ella el desierto infinito, y más salida al mundo rural.

El turismo de naturaleza, que es turismo de salud en busca del bienestar de cuerpo y alma, del que tan necesitados estamos, es un filón aún por explotar en una provincia rica en valles y sierras; ríos y dehesas; auroras prometedoras y noches de estrellas en los cielos más limpios que imaginarse pueda. Ya hay iniciativas en marcha, como rutas gastronómicas o el programa senderista Paisajes con Historia que impulsa la Diputación, ofertas ahora entre paréntesis por los confinamientos perimetrales. Pero, advierten los expertos, falta una marca promocional atractiva que aúne todas las iniciativas locales y dé nueva vida a los pueblos y al campo -que no solo debe vivir de la agricultura- cuando todo esto pase. Será una forma de desarrollo a la que hay que echar imaginación cuanto antes, porque cuanto más atractivo sea y parezca el medio rural menos riesgo de despoblación corre.