Hubo un tiempo muy, muy lejano, en el que los pedagogos escaseaban, y en el que los sicarios de la «enseñanza-memorística-y-tradicional» obligaban a sus alumnos a aprenderse algún poema. Un abuso que, sin duda, dejó grandes secuelas en quienes lo padecimos, pero que nos permite --entre otras cosas-- reconocer (sin necesidad de consultar la Wikipedia) el título del presente apunte. La ‘Canción a la ruinas de Itálica’, donde se alza ese mustio collado, pertenece a un género llamado «poesía de ruinas», el cual se complace algo morbosamente en lamentar la caída de grandes civilizaciones a propósito de la consideración de sus restos. El poeta se erige en firme censor de la arrogancia de antiguos reyezuelos cuyas megalómanas edificaciones cubre hoy el jaramago.

Con el discurrir de los años este género experimentó un giro intimista. Las ruinas que lloraba el poeta no eran ya las dejadas atrás por imperios milenarios, sino ciertas reliquias que sobrevivieron a la destrucción de su propia infancia: el borde deshecho de una alberca, cierto tejado hundido, el asiento oxidado de un columpio... vestigios de un pasado personal cuyos despojos eran el soporte al que se agarraba su memoria para frenar un poco el flujo del tiempo. Hoy este poeta tendría que reinventarse, pues lo cierto es que apenas quedan ya ruinas. El reciente desenfreno urbanístico (de orígenes tan poco honorables) ha levantado sobre los parajes donde jugábamos al escondite nuevas construcciones que borran cualquier huella de lo que hubo antes.

Me acuerdo del viaducto. Para quienes vivíamos al norte de esa entrañable pasarela, atravesarla suponía una pequeña aventura a la que llamábamos pomposamente «ir a Córdoba». Abajo había empleados de ferrocarril que silbaban a las muchachas cuando pasaban por arriba con sus faldas ondeantes, vagones varados en medio de vías muertas, piezas de maquinaria desparramadas por el suelo... Ahora, ¡oh, Fabio!, aquel mundo desaparecido ha sido cubierto por calles y avenidas, modernos locales comerciales o bloques de viviendas que alojan a personas que nada saben de viaductos.

Lo único que comparten estas construcciones con las de nuestro pasado es el espacio: un ente tan abstracto que no es posible asentar en él ningún recuerdo. Pues estos, para sustentarse, necesitan de esas señales visibles que son las ruinas. Solo sobre ellas podemos evocar con amable nostalgia el brillo de viejas glorias; o bien (según sea el humor del momento), sentarnos a llorar junto a un farmacéutico que --de pie allí con su bata justo donde silbaban los ferroviarios-- se pregunta incómodo a qué vienen esas lágrimas, si hemos perdido la cabeza o qué.

* Escritor