En tiempos de contracción general, subidas alarmantes de impuestos y revisión a la baja del sistema general de pensiones de jubilación, ¿cómo entender que en un país en el que buena parte de su población laboral desempeña trabajos precarios con sueldos de miseria, varios millones de personas no tienen empleo ni lo van a tener, y otros tantos viven subsidiados y haciendo funambulismos, un señor o una señora, por el hecho de haber detentado un cargo público al que llegaron no por sus méritos, capacidades u oposición alguna, sino, en el mejor de los casos, por la voluntad del pueblo, se vaya después de equis años de ejercicio con pensiones vitalicias de decenas de miles de euros? La política se ha profesionalizado de tal manera, que personas sin formación, o con ella pero sin necesariamente éxito laboral en lo que hacen, acaban rivalizando por ocupar los puestos más altos de la administración, a sabiendas de que un determinado tiempo al frente de ellos les garantizará una subida vertiginosa de nivel y la consiguiente pensión de por vida. Un abuso de las arcas públicas que un país en la ruina no puede, ni debe permitirse. Por eso, siendo el asunto tan serio y tan hiriente, sorprende que nadie se pronuncie al respecto ni lo cuestione; o que se haga sólo en voz baja y en confianza.

La política es, por definición, servicio público. En la Roma antigua se requería cierto estatus para acceder a ella, y si bien se dieron excesos como en todas las épocas de la historia, también se castigaron con extremo rigor. Hoy, en cambio, para que un político vaya a la cárcel tiene poco menos que haber robado el Banco de España a cara descubierta y en hora punta. Una vergüenza, bajo cualquier punto de vista, agravada por su tendencia natural al nepotismo, la prevaricación, los chanchullos y el pelotazo. Ha de haber, sin duda, políticos honrados, pero la impresión que recibe el ciudadano es que son muy pocos. Los políticos deberían ser profesionales de éxito que eventualmente, y siempre por tiempo limitado, dejaran su trabajo para poner sus habilidades al servicio de la colectividad; bien pagados conforme a su nivel de responsabilidad y eficiencia, pero nunca prebendados (ya tienen bastante con las puertas giratorias), y mucho menos inviolables. ¿Qué esperar, en cambio, cuando el marco legal lo diseñan ellos mismos? La respuesta es obvia: blindaje, aforamientos, inmunidad, corporativismo, sueldos millonarios, dietas, seguros de vida. La política en España se ha convertido en un cáncer, y el negocio del siglo. No sólo concede poder, sino también regalías, rentas, posibilidad de mangoneo; y un gran espejo ante el que desplegar sin recato alguno los egos y esa tendencia feroz al narcisismo más estrambótico que por desgracia adorna a tantas figuras del ruedo nacional. Urge, pues, acometer una reforma en profundidad de la misma para devolver la dignidad a quien la ejerce y el honor a los ciudadanos, que en un claro agravio comparativo ven cómo día a día se pisotean sus derechos, se esquilman sus bolsillos, y se les condena a galeras mientras quienes mandan se suben los sueldos.

Llevamos meses viendo cómo viven enzarzados en peleas de gallos en lugar de fajarse a una en combatir al virus y sacarnos del abismo en el que entre todos nos hemos precipitado. Un espectáculo deplorable y desgarrador, que transcurre sobre un trasfondo de enfermedad, lágrimas, muerte y secuelas, mientras quienes podrían haber puesto un poco de racionalidad apoyándose de verdad en los científicos se centran en insultarse y alimentar el circo, animados por la soberbia. Ahora mismo resulta harto complicado predecir hasta dónde llegaremos, cuál será la cifra final de muertos, o cuál la dimensión del desastre laboral, económico y humano; pero hay algo que casi me atrevo ya a pronosticar: la historia futura será despiadada con quienes lo permitieron, y que conste que en último extremo las culpas están repartidas. Resulta difícil evitar la sensación de que somos una sociedad corrompida, y tenemos los políticos que nos merecemos; que nos puede la picaresca y cada españolito haría lo mismo que ellos de verse en su lugar; que estamos así porque un día decidimos ser un país de mediocres gobernados por mediocres. De ahí que nos estorbe tanto la gente con experiencia, madurez, perspectiva y espíritu crítico, en particular si, además, cobra una pensión del Estado. Mejor propiciar un país de ignorantes, subsidiados, trepas y cretinos orgullosos de serlo. La fórmula está ya más que inventada: enrasemos por abajo potenciando a los torpes, los caraduras y los voceros mientras se adoctrina; penalicemos capacidad, esfuerzo y mérito, y conseguiremos un rebaño dúctil, aborregado, manejable y a la orden. Dramático, se mire como se mire, por más que alguno, cuando termine de leer este texto, pueda pensar que se me ha ido la cabeza. Créanme, con todo lo que viene ocurriendo en España últimamente, motivos no me faltan. Quizá por eso hablo solo.

*Catedrático de Arqueología UCO