Dijo Carolina Herrera que el pelo largo después de los cuarenta «se ve demasiado desaliñado y demasiado joven» y que «las mujeres deben aprender a envejecer dignamente». Afortunadamente, y en contra de lo que pueda parecer, la dignidad es una gimnasia gratuita. Carolina, reina mora, a mí no se me ocurre forma más honrosa de cumplir años que ir haciendo lo que a una le salga del papo --vulgarismo aceptado por la RAE, por cierto, aunque me persigno, por si acaso-. No me gusta que me engañen. No me gusta que se metan en mi vida. No me gusta que me urjan a hacer algo que aún estoy pensándome. No me gusta que me traten con condescendencia. No me gustan las alcachofas. Si alguna vez me ves perder las formas, seguro que detrás hay algo de esto. Vivir exige toneladas de paciencia y una sordera esplendorosa. ¿Qué sería de la vida si todos hiciéramos lo que se supone que debemos hacer?

Esperando mi turno para el traumatólogo, recordé el chiste de la señora a la que sus amigas echaron en falta en el ambulatorio y que no había podido ir porque esa mañana se encontraba pachucha. Tengo el menisco roto desde que, en mi exultante juventud, me metí borracho a hacer pogo en un concierto y un gordo greñudo se subió de un brinco a mi espalda, retorciéndome la rodilla como si fuera gominola. No me operaron entonces y me recomendaron adelgazar, muscular la zona e «ir probando». Así lo hice, más o menos. Tardé diez años en ponerme a correr y perder peso; en todo ese tiempo, lo que sí hice, fue ir probando. Del Rachmaninoff pasé al Four Roses, luego al fernet, a la Hendrick’s y de ahí, ya para siempre, al Havana 7. En casa tomo ron en un vaso de Nocilla. Los buenos licores no necesitan ornamento. Como los mejores amantes, que siempre son los improvisados. De adolescente fantaseaba con vino, velas y sábanas de raso, pero el tiempo me arrastró a los polvos pijameros, a la urgencia de los baños, a los tercios calentorros y al muerdo acelerado en las estaciones. Ay, el ron, decía. Madera y caña. Y luego ese tirabuzón a nuez, inexplicable y feroz, desde la dulzura del primer sorbo.

Voy al médico para lo que iría a misa: expiar mis pecados. El fútbol a mi edad, lo sé, es una irresponsabilidad; me lo recuerdan todo el rato. Cuando acabo el partido llamo a mi esposa para decirle: «he sobrevivido». Mi madre no entiende mis heridas ni los panzazos. La edad me aleja del fútbol y me conduce, inmisericorde, hacia las clases de salsa. En Córdoba, al lado de la sala Surfer Rosa, donde vi a principios de siglo a Big Soul, Fromheadtotoe o La Buena Vida, había un garito llamado Salsa. Así, sin más. Vaya bautizo ensortijado. Asomarse allí era como darle play a un vídeo de swingers checos. Señores veinte años mayores que yo, es decir, señores que tenían la edad que yo tengo ahora, meneando las caderas. Calvos con gorrita. Mujeres lustrosísimas, morenas y suaves. Camisas por dentro. Castellanos sin calcetín. Un aquelarre de giros, agarres y tacto. Rozarse. Qué paraíso. Y esa música tribal, magnética, interminable. Era como el cuartucho de Dirty Dancing, pero con personas con quince años cotizados. Quedaban allí para bailar. Bailar por bailar. Así, sin drogarse. Qué tarde entendí el lenguaje de lo estrujado, las cachas batiendo como una minipimer, las manos recias en la cintura, la colonia buena, prendas de lino, el sudor asomando concupiscente y azafranado. El asiento trasero de un Renault Megane. Los niños con el padre. Ciudadanos en busca del goce. Picapedreros del amor. Coreografías fastuosas. El compás, la baldosita, el verano abriéndose como una flor carnívora sobre nuestras cabezas. Y yo, mientras, pagando una entrada para ver a Sidonie. Para matarme.

El tiempo no nos convierte en sabios, pero sí nos dota de un refinado y sensual pragmatismo. A mí me ha dado por las pachangas y no por lubricar mi esqueleto con son cubano. Tengo menos ritmo que dinero ahorrado. El Fútbol 7. Cementerio de camisetas falsas. Un puñado de colegas llegando tarde siempre. Y este latigazo profundo, que siento ahora en la rodilla, mientras espero mi turno en el hospital, por una mala salida en un córner. Que el dios de la cumbia me perdone, que el dios de los futbolistas barrigones me acoja en su regazo.

Cuando cese el dolor, volveré a jugar. No pienso renunciar a esta felicidad párvula. «La hermosura es poca cosa». No lo digo yo, lo cantaron Los Chichos. Y tenían razón. El otro día me dio por buscar en Google al rubio del dúo Platón. Cuántas en el instituto desnucadas tras caerse desde el precipicio de sus pómulos. Y ahora mira, pasaría desapercibido en la barra del Salsa. Antiguas compañeras de BUP, futuras parejas de baile, cuarentañeras que os desenredáis el cabello: Que no decaiga. Yo os quería antes y os quiero también ahora. Las carpetas forradas, consejos de la Nueva Vale, pulseras de hilo, Al Salir de Clase. Qué hay más importante que el roce, los incendios en la mejilla, que desvivirse sin una causa justa, que seguir lanzándonos a la vida y a otros cuerpos con pasión y poca vergüenza. En las pachangas, en el salón de casa, a espaldas del mundo, de los demás y, a veces, hasta de uno mismo. Carolina, que no te confundan los oropeles, el sillón de mimbre ni el tinte dorado. Que la vida son dos días y aquí estamos, precisamente, para desmelenarnos.

* Escritor