Recuerdo ciertas películas de ciencia-ficción que, desde el desangelado blanco y negro de los televisores de la época, amueblaban las habitaciones aún medio vacías de nuestra infancia. Eran películas muy toscas y muy rígidas, ingenuamente primitivas como una tabla del Románico, dotadas de unos efectos especiales tan caseros que hacía falta toda la imaginación de un niño para conseguir que resultaran un poco creíbles. Lo que más llamaba mi atención de ellas, sin embargo, no eran sus explosiones de juguete, ni esos planetas que obviamente eran bolas de golf algo disfrazadas, ni unos marcianos hechos con trozos de alambre y tiras de celofán. Lo que hacía que perdiera el aliento era observar cómo, a través del cristal de la cabina de mando (y quizás por un excesivo celo del guionista), miles de objetos luminosos se precipitaban sobre la nave en una lluvia incesante, pese a que nunca impactaran contra ella. Los personajes, mientras tanto, charlaban tranquilamente (casi siempre con acento mexicano), accionaban con gran virtuosismo todo tipo de botones y palancas, o bien preparaban su defensa frente al próximo ataque enemigo. Yo solo podía pensar en que alguna de esas rocas los destrozaría en el próximo fotograma. ¿Pero es que no se daban cuenta del peligro que corrían?

Tal vez, sin saberlo, también nuestras vidas discurran de ese modo, enredadas en una maraña de amenazas a las que no prestamos atención, mientras nos repasamos distraídos el cuello de la camisa. Hablo de enfermedades capaces de tumbarnos de un solo golpe, de huesos de pollo que se clavan en la garganta, o bien de esa teja hipotética que, desprendida de un tejado -y para persuadir al amigo aprensivo de su temor a emprender un viaje a Bali-, hacemos caer sobre la cabeza de un transeúnte anónimo que en ese momento pasaba por allí, como ejemplo de que el peligro acecha en cualquier parte (y no solo en Bali). La principal diferencia entre nuestras existencias y las de los astronautas que pilotaban las naves de nuestra niñez es que la probabilidad de que se produzca el impacto es de 1/1: ningún guionista se dejará sobornar para evitarlo, el meteorito irá creciendo en el cristal de la cabina hasta que acabe con todo. Vivimos siempre al borde de la muerte. Lo curioso es que, cuando finalmente tiene lugar el choque, lo consideremos un «accidente», es decir, «un suceso eventual que altera el curso regular de las cosas» (DRAE), cuando, conforme a parámetros probabilísticos, no cabía esperar un desenlace distinto al de que la teja de nuestro ejemplo cayera, finalmente, justo sobre nosotros.