Hay algo en los episodios más recientes de Podemos que produce una melancolía de tormenta salvaje, con granizo en la piel. Estamos asistiendo a ese derrumbe como a una lluvia sorda en medio de las cifras de rebrotes, de las incertidumbres de septiembre y de una letanía de medidas que duran cinco minutos, hasta que el siguiente descubrimiento nos dice que las partículas del virus se pueden mantener intactas en el aire hasta a cinco metros de su portador. Quizá por eso, por una especie de sobrevivencia no solo auditiva, sino también psicológica, atribuimos a todo este entramado de la caja B de Podemos la misma condición de temporal mecánico, con su aluvión científico de cifras de contagios que se van colapsando en el recuerdo, apolillándose en este inmenso verano aburrido, porque a nadie le gusta analizar las cosas demasiado estos días y los horizontes nos parecen demasiado lejanos. Escuchamos todas estas noticias, las de la evolución de la pandemia y la de esa otra pandemia de Podemos, como si al apagar el televisor todo permaneciera a salvo en casa, cuando resulta que lo primero que está en riesgo es la casa.

Lo malo de Podemos es que ha sido su propio relato de los hechos el que ha terminado resultando increíble. Respecto a la presunta trama de corrupción, es obligatorio conceder al partido y a sus protagonistas la misma presunción de inocencia que ellos, con frecuencia, han preferido no reconocer a los demás. Quizá porque el auge de Podemos consistió en reclamar para los españoles los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución, mientras que su caída en la consideración general ha tenido que ver con ese salto continuo a la torera que han venido haciendo, precisamente, a la Constitución, lo que también incluye a la presunción de inocencia que ahora reclamamos para ellos. Pero insisto: más allá de las revelaciones de José Manuel Calvente, exabogado de Podemos, estamos ante la caída ética de un modelo, ante la escritura de un fracaso. Antes o después podremos conocer cuánto de consistencia se demuestra en esa desactivación dolosa de los mecanismos de control internos del partido para tener «vía libre a cualquier tipo de contratación irregular», por la que un magistrado de Madrid ha abierto una investigación imputando a Podemos por una «pequeña suborganización», de naturaleza «corrupta», con Rafael Mayoral y Juanma del Olmo como personajes principales, siendo ambos hombres de confianza de Pablo Iglesias. Para este juez, la trama consistía en hundir las cuentas de Podemos en la más absoluta oscuridad, anulando las auditorías externas y anulando la transparencia exigida por los estatutos de Podemos. Según Calvente, el 1 de enero de 2018 Daniel de Frutos decidió dejar de publicar las cuentas. Luego, se sustituyó a Pablo Manuel Fernández, el antiguo gerente, por Rocío Esther Val, amiga de Rafael Mayoral y exvicepresidenta de Kinema, una cooperativa fundada por él que desde entonces prestó preferentemente todos los servicios de gestoría a Podemos, logrando así la total opacidad.

Según Calvente, había una «obligación interna» para contratar con Kinema en cada autonomía, a pesar de sus «precios excesivos». Pablo Manuel Fernández, al parecer, pretendía poder contratar con otras empresas, y por eso fue destituido. El resultado fue que se podía «recibir y disponer de fondos de forma totalmente opaca, libremente, sin control, sin ningún tipo de partida presupuestaria ni conocimiento de los órganos superiores del partido», o sea: «de forma totalmente arbitraria y sin control legal y financiero». Fue entonces cuando gerente y tesorero se subieron los sueldos a lo bestia.

Tema y trama siguen, como los rebrotes, sin control. Y quizá todo sea, al contrario que el virus, una mera tormenta de verano. Sin embargo, salvo en los alineados radicales, ya resulta evidente que Podemos ha terminado siendo aquello que criticaba. No por el chalé de Galapagar -qué mamarrachada, y la hemos olvidado, aquella consulta interna a los militantes de Podemos, como si tuvieran también que consultarles el número de hijos o queridas-, sino por la degradación de un modelo que pretendía ser especialmente moral.

Han ido depurando a demasiada gente, y ya solo resiste el convencido acrítico, que exigirá en los otros lo que ellos mismos no quieren cumplir, y reventar el Estado. Porque lo de Podemos no era solo un partido en sus inicios, y ha terminado siendo menos que un partido: un vicepresidente, una ministra y apenas una foto de familia en la cúspide.