Este país y en este momento requiere tranquilidad y sosiego en la vida pública y empeño incontenible del conjunto de la sociedad para aflorar y escapar, todos los brazos a una, de la oscura sima donde el coronavirus ha empujado a España, un agujero profundo del que costará salir, aun acolchonándolo con billetes de los miles de millones de euros para la reconstrucción procedentes de Europa. Ni lo primero, la moderación política; ni lo segundo, el arranque social unísono, se cumple en la actualidad. Más bien al contrario, la riña permanente entre las distintas ideologías salta de las sedes de los partidos a los titulares de prensa, que entintan una bronca que no amaina y que resulta cansina. Se ataca a la justicia o se la ensalza según las causas abiertas sean propias o ajenas. Se cuestiona la independencia judicial según se tenga asiento en el Gobierno o se ocupe la bancada de la oposición. Quienes deberían velar por el cumplimiento de la separación de poderes son los primeros en cuestionarla. La ciudadanía, mientras tanto, espectadora atónita de estas frecuentes guerras de guerrillas partidistas, avanza a paso ligero hacia la desafección. Tal siembra provoca un alarmante aumento de la idiotez, en el sentido etimológico de la palabra; de ciudadanos que se desentienden de la política y reniegan del interés por la cosa pública. Este país y en este momento requiere un gran pacto de Estado, un acuerdo múltiple que acoja a las distintas sensibilidades políticas y sociales unidas en un objetivo común: salir cuanto antes de la peor crisis acaecida tras la Guerra Civil. El actual Gobierno está inevitablemente agotado: el pacto Sánchez-Iglesias se concibió para un mundo que ha desaparecido, barrido por la pandemia. H