No me gusta cómo está el mundo en estos momentos, ver a la gente con mascarillas, sin abrazarse, tocarse o besarse por miedo sobre todo a ser denunciado social o policialmente, escuchar las mentiras descaradas y sin ningún pudor de los que gobiernan, los extremismos ideológicos ni los discursos que los potencian, la censura inquisidora, la ceguera de una sociedad adormecida o drogada, manipulada a base de miedo y axiomas repetidos sin cesar para que acepte lo que tendría que ser inconcebible, ver negocios cerrados o mal funcionando en un último intento de sobrevivir tal que músicos del Titanic justo antes del hundimiento, la docilidad con que se aceptan las normas sin cuestionarse su razón de ser, el no rebelarse ni sentir siquiera desazón ante lo que va antinatura, la incertidumbre y miedo al futuro en el que se nos ha sumergido, el distanciamiento y la dificultad en tener una vida social, familiar o relacional sana y, como si fuera poco, saber que todo esto pasará a ser eso que quieren llamar «Nueva normalidad», y no como causa o consecuencia de un virus sino con la excusa del mismo.

Me ahogo con la mascarilla y sin ella ante todo lo expuesto, me provoca ansiedad, incredulidad. Me despierto todas las mañanas diciéndome que nada de esto puede estar pasando, que es solo una horrible pesadilla. Salgo a la calle y mi cabeza no cesa en hacer un movimiento de negación, de provocarme vergüenza propia y más que nada ajena, que hace que me den ganas de gritar para que la sociedad despierte, se quite la venda y grite conmigo «¡Basta ya!».

Y ante toda esa impotencia, esa pestilencia que me envenena, busco refugio en el arte y en la belleza, pero no en la abstracta, sino la más real y auténtica, para convencerme de que, a pesar de todo, siguen quedando cosas y almas hermosas en el mundo capaces de emocionarme, de llenarme de paz y esperanza. Sí, aún las hay si observas bien, si le pones tus cinco sentidos y alguno más en ello. Están en lo más sencillo o lo que fue creado con humildad y autenticidad, en un retrato, en una fotografía, en un paisaje, en la mirada de los niños y los ancianos, en unos acordes, en un poema o una novela, en esas películas con mensaje, en el sonido de una risa, en una buena conversación con una copa de vino y a veces, tan solo, en el silencio más absoluto.

* Escritora y consultora de inteligencia emocional. Autora de ‘Jodidas pero contentas’