Si hay un cambio de paradigma en el que es necesario profundizar en un entorno caracterizado por la globalización de los mercados, es cómo las grandes empresas y los operadores financieros abordan su responsabilidad con la sociedad donde desarrollan la actividad económica.

Cuando una empresa se implanta en un territorio como el nuestro está utilizando sus infraestructuras, la mano de obra que hemos formado en el sistema educativo, los servicios públicos o privados que ofrece el país y, además, se está dirigiendo a un mercado de consumidores estructurado y con poder adquisitivo.

Este entorno que he descrito se paga, en gran parte, mediante el gasto público que es financiado, principalmente, con los impuestos que se recaudan en el país. Por lo tanto, los impuestos contribuyen al bien común y, entre otras cosas, a que las empresas puedan realizar su actividad económica y obtener ganancias.

Lo lógico es que, en este contexto, las empresas contribuyan al esfuerzo que realiza el conjunto de la ciudadanía ya que se benefician de él, por lo que los impuestos no serían, como pretende la derecha, un impedimento para el desarrollo de la actividad económica, sino una inversión para desarrollarla en las mejores condiciones posibles y maximizar el retorno económico en forma de beneficios empresariales.

Por todo esto, no se comprende que las grandes empresas tecnológicas que operan en nuestro país estén obteniendo importantes beneficios por su actividad y, sin embargo, paguen los impuestos en otros Estados donde les son más beneficiosos.

Estas tecnológicas se aprovechan de un mercado como el español, pero no contribuyen a financiar el gasto que supone mantenerlo en condiciones óptimas.

Se podrían argumentar que los servicios que prestan las tecnológicas al público en general, en muchas ocasiones, son gratuitos o semigratuitos (redes sociales, buscadores, etc...). Sin embargo, el negocio no está en esos servicios, sino en la ingente cantidad de datos que obtienen del uso que hacemos de sus soluciones tecnológicas y que comercializan, por ejemplo, en forma de publicidad de pago, bien en redes sociales, bien en buscadores, bien mediante redes de afiliados.

También hay que abordar estas cuestiones para la actividad financiera, ya que es un mercado que actúa a nivel global, en tiempo real y sin contrapesos gubernamentales que regulen su actividad, pero cuyas operaciones tienen incidencia directa en los países o sus ciudadanos.

Sería deseable contar con una gobernanza global que regule y controle los mercados financieros, pero los Estados y las Naciones, ante la ausencia de la misma, no pueden dejar de utilizar los instrumentos legales que tienen a su disposición. Es en este marco donde se inscribiría el Impuesto sobre Transacciones Financieras.

Algunas de las críticas más recurrentes que se hacen a este impuesto inciden en los efectos negativos que podría tener en los países donde se implante frente a aquellos en los que no se haga.

Pero lo realmente criticable es, precisamente, la falta de acuerdo entre los Estados más desarrollados para consensuar una política común que regule la actividad financiera, y que esto sea lo que esté evitando el avance de políticas que beneficien al conjunto de la ciudadanía, al bien común.

* Senadora por Córdoba (PSOE-A)