Tengo un par de amigos que están a punto de publicar novela. En ambos casos he seguido el proceso con interés, solicitud y curiosidad, lo conozco bien, he sido testigo de él un millón de veces.

En mi casa de editores no solo se hablaba de trabajo constantemente, sino que se trabajaba con intensidad. A los amigos incautos que venían a almorzar les solían caer tareas inesperadas: “Oye, ¿por qué no te lees este manuscrito? Me gustaría saber qué te parece” o “Tú que sabes tanto de pintura francesa del XIX, ¿no podrías pensar una imagen para esta portada?” o “¿Verdad que tu madre es italiana? Espera un momento que te voy a enseñar unas dudas que tengo sobre una traducción.”

Un buen editor trabaja todo el rato y se lleva el trabajo (mucho trabajo) a casa. He visto a mi abuelo corregir galeradas minuciosamente y a mi madre editar textos sin descanso. La recuerdo en su cama rodeada de páginas sueltas con anotaciones minúsculas (en aquella época las correcciones se hacían sobre papel, los manuscritos se imprimían) y pidiéndome ayuda desesperada (y muerta de risa, nunca nada era tan grave con ella) porque una se le había extraviado, al final resultaba que estaba debajo de la cama o entre las sábanas o que uno de nuestros perros se la había llevado a un rincón para mordisquearla.

Dar consejos sobre su libro a un escritor es lo mismo que darle consejos sentimentales a una persona enamorada: no te hará caso ni por asomo y encima es muy posible que se enfade. La cosa cambia un poco si eres el editor del libro, yo no creo como dice alguna gente que escribir un libro sea como tener un hijo (no tiene absolutamente nada que ver, entre otras muchas cosas, a un libro lo abandonas al poco tiempo de haberlo escrito), pero un editor es a menudo como un padre, hay una cierta relación de dependencia que hace que te tomes sus palabras más en serio.

Recuerdo que unos meses antes de la publicación de mi última novela, Jorge Herralde y Mauricio Bach -gran lector y editor, colaborador de Anagrama- me sugirieron algún cambio, muy pocos en realidad, solo uno que afectase a la estructura del libro. Primero me indigné, claro. Luego pensé: “Bueno, vale, igual tienen razón, pero que lo hagan ellos que yo ya estoy muy cansada”. Y así se lo dije a Jorge. Me contestó riendo: “Típica respuesta de Milena”, dijo. Al final, obviamente, entre protestas y lamentaciones, me puse a trabajar y suprimí de la trama a una de las amigas de la protagonista. ¿Qué pasó en cambio cuando hace unos años una profesora del parvulario de mi hijo mayor nos sugirió al padre, al niño (que tenía 5 años) y a mí ir al psicólogo? Que le cambiamos de colegio.

* Escritora