A propósito del libro del doctor Enrique Gavilán Cuando ya no puedes más: viaje interior de un médico (Anaconda Editions), comentado hace pocos días en nuestra sección de Cultura, he pergeñado una reflexión sobre el burnout o síndrome del trabajador quemado, tema de inequívoca actualidad, lo mismo en el ámbito del trabajo doméstico que en el laboral y profesional.

La fatiga mental, estar «quemado», es una experiencia arrasadora, una experiencia singular, endovivencial, y también una sintomatología social. Vivimos inmersos en una sociedad de seres ansiosos y fatigados. El psiquiatra Wilhen Reich hablaba el siglo pasado de «la repartición desigual de la penuria»: que los recursos naturales son insuficientes para saciar las necesidades de todos. Y como nos lo recuerda la cantinela «todos queremos más y mucho más, etc.». A ver quién llega antes... Es una tarea ansiosa y fatigante, hay que reconocerlo.

Este síndrome de la fatiga, la insatisfacción, el desasosiego y la competitividad, se inscribe dentro de un fenómeno intraorgánico generalizado en nuestra civilización: el «estrés». Por estrés entendemos la experiencia de presión, de tensión o coacción percibidas en una situación de adaptación insuficiente y con previsión incierta de los resultados del esfuerzo. Supone, en principio, la sabia y poderosa activación de una función natural y adaptativa del organismo, necesaria para la realización de las tareas, para el afrontamiento de los riesgos y para la superación de las dificultades y demandas de la vida.

(Técnicamente se denomina «distress» cuando nos referimos a las consecuencias perjudiciales de una excesiva activación psicofisiológica. Y se llama «eustres» cuando aludimos a la adecuada y proporcionada activación para hacer frente y culminar con éxito una determinada situación o prueba. Pero coloquialmente nos quedamos con el genérico «estrés»).

El estrés que ejerce en principio, como ya he dicho, una función positiva, reguladora de la actividad física o mental, es un «medidor de resistencia» en el esfuerzo o en la actividad. Del mismo modo, todos los sufrimientos humanos ejercen también una función reguladora, y solo se hacen patológicos cuando sobrepasan los límites. Es bueno saber que el miedo, el duelo, la ansiedad, la frustración, tienen en principio una función necesaria y positiva, en cuanto reguladora de nuestra acción y posicionamiento en la vida. Pero esta función deriva en patología como resultado de la ruptura del equilibrio psicosomático, con la sensación de desarmonía interior, de sufrimiento mental desproporcionadamente intenso prolongado, que sobrepasan los límites de resistencia y acaban dejándonos exhaustos y «quemados». ¿Y cuales son los síntomas de esta patología «Burnout»? Disminución del rendimiento, apatía y desinterés, indolencia, desgana vital, angustia, depresión, sentirse sin recursos en reserva para seguir haciendo frente a los retos de la vida.

Son como «pilotos automáticos que se encienden anunciando avería en el funcionamiento central de nuestra maquinaria humana. Porque, además, todos estos síntomas mentales se alargan muy frecuentemente en una extensión somática. La segregación de kenotoxinas, las toxinas de la fatiga, que se generan en los músculos, llegan a invadir otros órganos o funciones fisiológicas, desencadenando insospechadas enfermedades somáticas, así como a lo que hoy se denomina Síndrome de Fatiga Crónica, que supone un debilitamiento o agotamiento generalizado de las defensas y de las reservas orgánicas.

En nuestros días se hace muy frecuente también el diagnóstico de trastorno de la personalidad por estrés postraumático, que se produce como reacción intensa y masiva del psicoorganismo para rehacerse, recondurcirse y reorientarse en la vida, después de los estragos de un psicotraumatismo, a lo que estamos expuestos en el alocado, convulso y, a veces, hasta terrorífico mundo en el que vivimos.

* Doctor psicoterapeuta. Correspondiente de la Real Academia de Córdoba