Spoiler es el anglicismo maldito de los seriófilos; la sobreestimada actualización de ese asesino que, ya sabemos, siempre era el mayordomo ¿Se puede hacer extensivo este destripe no solo al comeuñas del final de una trama, sino al mismísimo nombre de una película? Aún no he visto la última obra de Amenábar, pero creo que suma, más que perturba, apuntarse a lo acertado de ese título. Mientras dure la guerra es la aviesa elipsis que anticipa las perpetuidades del franquismo. Fue el primer condicionante que, a finales de septiembre del 36, aupó a Francisco Franco a la Jefatura del Estado en el bando de los insurgentes. Pero he ahí que, en el nombramiento publicitado de la Junta Militar, esa coletilla -el cinismo de los diminutivos- desaparece, restregando al bando republicano, no la hegemonía de la paz, sino de la victoria.

La contundencia de ese título ha llevado a Amenábar a escorar una proclama burgalesa hacia las querencias de la universidad salmantina. Pocos paraninfos tienen el privilegio de exportar dos máximas universales que, de buena manera, han inmortalizado el quehacer de este país. La primera hay que atribuírsela a Fray Luis de León, con su «Como decíamos ayer...»: una diáspora interna sin el llavín de los conversos, pero que muestra el desquite de la sabiduría; la segunda, la inspiradora de este film, el controvertido «Venceréis, pero no convenceréis» de Unamuno. Ese arrebato de arrepentimiento del pensador bilbaíno es un acto de constricción frente a los pecados de la República. Pero aún más una vindicación de ese Templo de la Inteligencia, donde el látigo es la retórica y la dialéctica frente a la brutalidad de las cartucheras. De alguna manera, ese discurso del rector doliente es la profecía autocumplidora de su San Manuel Bueno, mártir, la furiosa debilidad del arrecogido por el Régimen, y donde Carmen Polo -válgame Dios- para proteger su vida hace de samaritana.

Las frases lapidarias eluden los palimpsetos. Dudo que las fechas corran la misma suerte. El 1 de octubre del 36 Franco asumió la Jefatura de esa parte del Estado controlado por los rebeldes. Craso error aquel auto del Tribunal Supremo que bendecía la Jefatura del Estado desde esa fecha, como si el paso del Estrecho, o ese estéril voluntarismo de las Brigadas Internacionales, ya estuviese predeterminado. Pero durante cuarenta bíblicos años, el Primero de Octubre fue un corifeo en la plaza de Oriente. Las fechas pueden superponerse, pero los hechos pueden rastrearse con el cinismo. Me juego los cuartos a que muchos de los que vociferaron adhesiones inquebrantables escuchando el atiplado discurso del dictador, hace dos años salieron a la calle a enrabietar con unas urnas de cartón piedra. Poco ejercicio pedagógico han hecho las instituciones democráticas de este país para mostrar cómo dos nefastos efectos para la convivencia común han coincidido en la misma fecha. El Primero de Octubre parecía signado para las masas enardecidas; unas cohesionadas en el trino uno, grande y libre; las otras, en la argucia de una patria catalana alimentada por los intereses privativos de unos pocos; ambas, partícipes de ese desprecio hacia el disidente, y a la sagrada arquitectura del Estado de Derecho.

Machado murió en Colliure, asumiendo el cáliz del exilio. Unamuno no conoció el segundo año de la contienda; expiando en sus contradicciones el dolor de España y acaso también la amargura de comprobar cuán tornadiza es la intrahistoria.

* Abogado