El débil vínculo empático que semejaba unir a Occidente con el dirigente ruso parece haberse resquebrajado gravemente con su reciente y provocadora declaración de considerar al liberalismo como doctrina hoy ya obsoleta... El enigma y escándalo que para una gran parte de la conciencia del llamado hasta no ha mucho el mundo libre constituye el gobierno del democrático presidente Putin, se han visto, en verdad, agravados con posturas como las referidas que vuelven a traer al primer plano de la actualidad el zarandeado tema del «misterio» del carácter nacional de uno de los tres Estados que han mantenido a lo largo del siglo XX el status de gran potencia. Desconcertados ante la irrefragable popularidad del mandatario ruso en los estratos mayoritarios de su pueblo, los medios de comunicación occidentales se vuelcan ahora en el análisis de su pasado, a la husma de encontrar en él una interpretación válida del extraño fenómeno social y político.

Conforme es bien sabido, desde factores geográficos hasta religiosos se han expuesto como elementos determinantes de la singular idiosincrasia de la nación más extensa del planeta. En el terreno político, el más imantador para los sectores mediáticos, el ejercicio y usufructo del poder en la cumbre han sido los más dilatados y longevos de los registrados en los anales contemporáneos de Occidente. Desde mediados del Setecientos, con el largo reinado de la zarina Catalina II (1762-96), hasta comedios de la centuria pasada, con el no menos prolongado gobierno de Stalin (1924-53), casi todos los mandatos supremos del gran país se acomodaron a la pauta señalada. Si el gobierno del atractivo y desconcertante Alejandro I se extendió a lo largo de casi tres décadas, el de su hermano y sucesor Nicolás I (1825-55) duró exactamente la cifra indicada, que no estuvo tampoco lejos de alcanzarse por el asesinado en famoso atentado terrorista, Alejandro II (1855-81), el zar «Libertador», denominado así, según se recordara, por la célebre emancipación de los siervos en el inicio de su fecundo reinado --1861--; y hasta el último Zar, el desdichado Nicolás II (1895-1917), ocupó el trono de «todas las Rusias» por largos años.

En tal línea, erigida sin duda cuando menos si no en una constante sí en rasgo definitorio o muy peraltado del ejercicio del poder supremo en la Rusia contemporánea, se encuadra con nitidez el del actual presidente Putin, ya, con excepción de la Sra. Merkel, el mandatario más «longevo» de Occidente. Y todo hace suponer que, dentro de un bienio al abandonar aquella la Cancillería alemana, Putin siga al frente de su inmenso país, afrontando para entonces unas nuevas elecciones presidenciales que no pondrán --verosímilmente-- en peligro alguno su continuidad, dados el control absoluto de los resortes de la alta política en que Putin es un consumado maestro y la enorme, asombrosa proyección pública de su figura en un pueblo siempre presto a la exaltación nacionalista.

Para mayor desconcierto de los críticos y analistas extranjeros, reluctantes a la vigorosa personalidad del urbanita «petersburgués», abogado y jefe de espías del más elevado pedigrí en el satélite más vanguardista de la antigua URSS, una porción considerable de su popularidad descansa en un punto por entero «excéntrico» de la mentalidad reinante a la fecha en todas las democracias avanzadas: el nacional-catolicismo, en versión, naturalmente, rusa, como glosaremos en un próximo artículo.

* Catedrático