Desde hace tiempo ser anónimo ya no es una opción. Hemos dejado de tener libertad de elección respecto a nuestra imagen pública. Somos esclavos de la visibilización.

Asociado a nuestro trabajo con las empresas que nos contratan, se compra también nuestra vinculación como producto a modo de pacto fáustico, en una relación tirana e indisoluble por más que pretendamos engañarnos con la posibilidad de eliminar la huella digital. Por una parte, porque en el fondo sabemos que no lo haremos, y por otra, porque es realmente difícil. Y no porque no exista tal posibilidad --conocemos la creciente oferta de empresas dedicadas a borrar nuestro pasado digital, casi tantas como las que, en competencia, son corredoras de datos y se dedican a recopilarlos para su venta--, sino porque es el precio a pagar asumido de antemano si queremos un trabajo, si queremos publicar, si queremos promocionar, si queremos... como si nuestras vidas también tuvieran cookies.

No es solo en el momento de la entrevista de trabajo o de rellenar una solicitud de empleo --en las que hace mucho que se incorpora una casilla para links--, sino a la hora de mostrar relevancia y bagaje profesional, cuando se explora la red para confirmar la información del candidato o donde escarban los cazadores de talento.

En algunas profesiones, el número de seguidores o de likes en las publicaciones se correlaciona con el éxito. Comunidades sociales orientadas a las empresas fagocitan nuestro tiempo a modo de más madera por más información, porque hoy más que nunca «lo que no se comunica, no existe». No sirve hacer bien el trabajo, hay que hacer que se sepa que se hace bien en una búsqueda convulsa de la aprobación social, aún más exacerbada en ciertos niveles y ámbitos profesionales, donde la frontera entre el reconocimiento a la trayectoria y el ego se volatiliza.

El monstruo es enorme y su hambre, insaciable. Cada vez exige más, provocando la disolución de los límites entre vida personal y profesional. La intimidad pertenecería al primer ámbito. El precio a pagar para ser competitivo es renunciar a este derecho fundamental.

Los perfiles profesionales aparecen vinculados a la empresa, aunque haya desaparecido la relación contractual. Lo mismo sucede con los centros de formación de referencia, escaparates en los que mostrar los resultados vitales de haber pasado por allí, como si la actitud personal no contara y todo fuera fruto de esa interacción.

Sin pretenderlo, somos herramientas de márketing. Mujeres y hombres anuncio sin posibilidad de romper la ligazón. Lo peor es el envoltorio coloreado con el que nos han entregado la trampa, demasiado vistosa y atractiva para dejarla de lado y a la que no podemos renunciar si queremos sobrevivir en esta jungla de sobreinformación: hay que luchar intentando sacar la cabeza sobre los demás, porque somos demasiados los peces en el mar.

Aquellos de los que no aparece nada en la red son, hoy en día, los verdaderos privilegiados.

* Periodista y experta en seguridad @Isabel_Llanos