Hace poco oí en la homilía de la misa en una iglesia de Córdoba algo que probablemente no lo tenga claro mucha gente por tener ideas que vienen muy rancias de tiempo atrás y que se dan por inamovibles. Me refiero a toda esa mitología que hay en torno a los santos, entendiéndolos como gentes raras, que mientras los demás mortales sufren pero también ríen, ellos solo sufren, o en todo caso tienen una especie de miedo o pudor a disfrutar de la vida a tope, como si ese disfrutar fuera contrario al camino de santidad al que todos estamos llamados, como nos recuerda San Pablo reiteradas veces.

Creo que no me equivoco si mantengo que hay mucha gente que tiene la idea de que un santo (o alguien que quiera serlo) tiene necesariamente que ser un reprimido en todos los órdenes, empezando por el sexual, confundiendo la templanza con la necesidad de ser reprimidos si se quiere alcanzar la bienaventuranza.

Lo malo de esto no es solo que estas ideas las tengan gentes que no se han planteado ser santos, ya sea porque les importe un pimiento serlo o porque lo vean inasequible para ellos, sino que muchos cristianos tienen también estos planteamientos, y aunque no lo expresen explícitamente, son unos reprimidos de hecho porque ven pecado por todas partes al entender incompatible ser feliz en esta tierra y serlo después en la otra.

En la homilía que cito al principio, el sacerdote dijo, nada más y nada menos, que «lo importante en el seguimiento de Cristo no es la renuncia, sino el amor. Cuando se ama, la renuncia es fácil, agradable, amable».

¿Quién no ha experimentado esto alguna vez? ¿Qué padre o madre no se ha levantado a las tres de la madrugada a atender a su hijo pequeño que llora, por supuesto, sin sensación de víctima, simplemente por amor? Pues con Jesucristo igual. Nadie que ame, pasa factura de ese amor, y aunque el amor exija renuncias, nadie que ame se fija en la renuncia, sino en el amor.

Por eso, el amor es renuncia, pero no solo eso. El amor también es placer. Cuando llegue el momento de la renuncia, se estará a la renuncia. Pero también al placer cuando llegue el momento del placer. Parece que muchos cristianos no se han dado cuenta de que los diez mandamientos se resumen en dos, amor a Dios y al prójimo. Por tanto, esa «moderación», esa «mojigatería», esa «auto represión», esa «ñoñería» de la que temerosamente hacen gala tantos cristianos «piadosos» no conduce a nada en si misma por cuanto que son pura renuncia sin un objetivo de amor a la vista, que sea de amor a Dios o al prójimo. Por poner un ejemplo, los llamados pecados de la carne, tienen importancia mayormente en la medida en que supongan un daño al prójimo u ofendan a Dios. El juntar pellejo con pellejo no tiene en si importancia. No se puede perder de vista que lo importante es Dios y el prójimo, la caridad, el amor. El autocontrol por el autocontrol es una estupidez si no tiene por fin a Dios o al prójimo.

Decididamente, me gustan las personas apasionadas. Prefiero las personas que piden perdón a las que piden permiso, las que aman a las que «renuncian», las que se equivocan a las «perfectas». Estoy de perfectos hasta los cojones.

Me decía hace tiempo un sacerdote amigo mío que estuvo varios años en Japón, que el lenguaje del amor lo entiende todo el mundo, cuando le pregunté cómo se las arreglaba para entenderse con los tipos de ese país, con una lengua tan rara.

El amor es el camino, la felicidad es el camino. La renuncia y la auto represión es una gilipollez si no hay amor. Y si hay amor, la renuncia no vale la pena ni mencionarla; es irrelevante. Dicen algunos historiadores que San Francisco de Asís ha sido la persona que más se ha parecido a Jesucristo en estos 21 siglos de cristianismo. No me extraña que el Papa haya elegido ese nombre como pontífice. Una idea tan sencilla y revolucionaria como esta, el amor, hacía falta en la Iglesia y en el mundo en que vivimos.

* Arquitecto