A los tópicos hay que tratarlos con mucho celo, porque fácilmente empalagan. Y hay ciudades que pasean su extrema adiposidad de clichés, lo cual no impide su carácter rutilante. París siempre irrumpe como el más prístino ejemplo. Bogart fue un visionario de la fidelización de los espónsor, y desde el aeródromo de Casablanca le regaló a la Ciudad de la Luz ese santuario eterno para los densos y fugaces instantes de felicidad. No fue la urbe más castigada en la II Guerra Mundial, apenas unos rasguños comparado con el ensañamiento de la Luftwaffe con Londres. Pero el memorial colectivo de la Liberación se imanta hacia los pintalabios de las parisinas, desinhibidas en los capós de quienes ladeaban sus cascos de combate ofreciendo cigarrillos y chocolatinas. París fue el epicentro del Terror, la prolongada insalubridad del laberinto gótico sajada sin compasión por Haussmann para trazar esas envidiables avenidas. Y también enmarca la inquietante fábula futurista de Houellebecq, con una Francia sometida a los designios de la Media Luna y una Sorbona financiada por el poderío de la Península Arábiga. Pero hasta las angosturas de sus fusilamientos y barricadas inspiran musicales. Y películas, infinidad de películas. Sabrina, dígase Audrey Hepburn o Julia Ormond, citó a Gertrude Stein: América es mi país, y París es mi ciudad. Y los zapatos de Gene Kelly musicaron las orillas del Sena.

¿Habrá sido la admiración hacia el fabuloso bailarín la razón última del exministro Wert para instalarse en París? ¿Daría lo que fuera el señor Wert, incluso la renuncia a un esplendoroso tupé, con tal de vestirse de marinero yanqui y marcarse unos pasos en el Pont Neuf? Me temo que pueden existir razones más poderosas, pues el cargo de embajador ante la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico, con sede en París, es uno de los mejor retribuidos. Ante esta carnaza veraniega, la parte más ingrata les toca a los novísimos que quieren orear la casa y han de preparar un despliegue de eufemismos para explicar lo inexplicable. Y no tanto por los méritos del polémico señor Wert, sino por su capacidad de harúspice y de lograr que fraguara esa profecía autocumplidora. En este insoportable estío, es el que mejor provecho ha sacado a las altas temperaturas, agarrándose a un dicho popular: "Ande yo caliente...". El refugio natural para fundamentar ese plácido destino es el efecto gaseosa instalado en la clase política: ascender o mejorar para desplazar antes de caer. Aunque la caída es muy dudosa salvo extrañas y honrosas excepciones, pues el acomodo de la casta, la de siempre y la que coletea para entrar, se parece al principio fundamental de la energía. Por presiones, o por resignaciones, hasta nuestra alcaldesa tiene que someterse a ese juego. Pero lo de Wert, dándose un homenaje entre franchute y castizo, es demasié.

Así que jugarse todas las joyas de la abuela a una sola carta, como parece hacer el presidente del Gobierno, de nada vale cuando se traslada a la opinión pública la indolencia de los acomodos; de que las pequeñas alegrías del 1% para los funcionarios son un trote cochinero comparado con quien hace tiempo imaginaba un abono en la temporada de Opera de París. Así sí es fácil gritar la imaginación al poder.

* Abogado