El tema de los símbolos religiosos en los espacios públicos es complejo. No hay una regulación específica y la opinión sobre estas cuestiones es enconada. Con esos mimbres resulta difícil llegar a soluciones de consenso cuando surge un problema debido a las declaraciones de nuestra alcaldesa, Isabel Ambrosio, al decir que quitaría los símbolos religiosos del Consistorio conforme pudiera realojarlos.

Tras la segunda sentencia del caso Lautsi, dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en 2011, la cuestión se ha complicado mucho más en la esfera judicial.

Dentro de los juristas, en el ámbito del Derecho Eclesiástico del Estado, hay algunas opiniones afirmando que los símbolos en el espacio público son una forma de cooperación con las confesiones religiosas, tal como marca el art. 16.3 del texto constitucional: una estatua de un santo en una fachada de un edificio, una virgen en una bandera o el cuadro de San Rafael en un hall del Ayuntamiento. La cuestión previa a plantear sería: ¿qué es un símbolo religioso? El Derecho positivo no tiene una respuesta a la pregunta, puesto que no hay normas que conceptualicen qué es un símbolo religioso. Estamos, pues, ante un concepto jurídico indeterminado en el que se puede conjeturar a tenor de lo que los operadores jurídicos tengan a bien entender. Generalmente, acudirán a dilucidar qué es "símbolo" y qué es "religión" empleando el diccionario de la Real Academia, la doctrina jurídica, la jurisprudencia o el Derecho comparado. También, cómo no, acudirán a sus ideas y creencias, como hacemos todos los seres humanos. Y en ese momento, el nivel de tolerancia será decisivo para elegir la solución.

No soy experta en semiótica, pero si los símbolos son una clase de signo, dentro de los tres tipos que existen, habrá que ver cómo impactan en el imaginario colectivo. Al respecto, Julia Kristeva consideraba que cualquier práctica social es articulada como un lenguaje, como un código. Pero lo que aquí nos interesa es que la significación no es neutra ni está libre de valores.

Así pues, la carga que arrastra cualquier símbolo, en una sociedad concreta y en un momento dado, puede llegar hasta sus cimientos pero, con la misma fuerza, cambiar con el tiempo o las circunstancias. Un símbolo será más impactante cuanto menos explicaciones necesite para entenderse. Las cruces, al igual que ocurre con otros símbolos religiosos (Kaaba, Hamsa, mezuzá o estrella de David), no necesitan traducción, su sola presencia es una declaración de lo que se pretende transmitir. Y, a mi entender, esa es la razón por la que el tema levanta tantas pasiones. No es el valor cultural (que también), es sobre todo la carga emotiva, poderosa, que la sola presencia de un símbolo religioso puede transmitir. Ayudará si, además, se ha crecido con una enseñanza religiosa acorde a los símbolos expuestos y, todo ello, configurará el imaginario social, y también la moral social. Son elementos que constituyen el llamado curriculum oculto.

El Tribunal Constitucional exige la concurrencia de dos circunstancias para que se pueda argumentar la falta de aconfesionalidad, de neutralidad, de una institución: que el símbolo religioso tenga un significado preponderante y que, además, haya confusión de funciones. También se han alegado ante los tribunales el valor cultural y patrimonial del símbolo. Otra argumentación ha sido la puesta en valor del principio democrático; este argumento se basa en que una minoría no puede imponerse a una mayoría. Un sistema democrático adopta las decisiones por mayoría, así, el acuerdo de retirar o colocar símbolos religiosos es una cuestión coyuntural que decidirán los representantes de la institución.

En conclusión, sería conforme a la jurisprudencia constitucional que el Ayuntamiento de Córdoba decidiera que los símbolos religiosos queden fuera del ámbito público. Se apoyarían en el argumento del principio democrático y la concurrencia de circunstancias.

Mientras, el Congreso podría buscar los dos objetivos básicos del Derecho, la seguridad jurídica y la paz social, elaborando una regulación sobre los símbolos religiosos, el espacio público o el Estado aconfesional, en definitiva, ordenar la libertad de conciencia, que es el todo, y no la libertad religiosa, que es la parte.

* Profesora Derecho Eclesiásticodel Estado. UCO