Lo dejas todo. Te marchas. Lo has decidido. Agarras fuerte su diminuta mano después de haberle puesto toda la ropa de abrigo que has conseguido recopilar entre tus vecinas. Con la otra mano sujetas fuerte la única bolsa con la que vas a montarte en el barco. Viajáis solos entre cientos de seres humanos que también huyen. Mismo miedo. Mismo camino y desconocido final para todos. Has pagado a un hombre todo tu dinero para que al llegar a Libia te permita subir en un barco con tu pequeño de dos años. Lo acunas entre los brazos mientras te preguntas dónde estás en mitad de ese inmenso mar que nunca antes habías visto en tu desértica tierra natal de Eritrea. El viento y la sal aumentan tu sensación de calor. Aprietas a tu pequeño contra el pecho al sentir el vaivén salvaje de las olas que parecen decididas a comerte. A ti, a tu pequeño y al resto de un pasaje que también se pregunta cómo acabará la travesía. Tu piel sigue sintiendo mucho calor. No dices nada. Abres los ojos cuando escuchas el sonido de otro barco. Algunos han comenzado a ir hacia él y la embarcación en la que viajáis está a punto de volcar. Al final has pasado al otro barco tú también. Una hora más tarde llegas a un puerto. Y ahora en tu piel ya no sientes solo calor. Cuando pisas tierra firme dos hombres con chaquetas rojas se acercan e intentan explicarte que casi todo tu cuerpo está gravemente quemado. Cogen a tu pequeño y cuando compruebas que está a salvo casi te desmayas sobre los hombres, que te tienden en una camilla. Cierras los ojos. El viaje aún no ha terminado. Pero tu pequeño está a salvo. Sin ti, pero a salvo.

Es una historia real de las muchas que hemos visto días atrás en la isla italiana de Lampedusa. Una historia de cuyo final pensé que no tendría noticias. Un paso por detrás de la escalerilla del avión que cogemos de vuelta a España sube una mujer rubia con un bebé africano de unos 18 meses agarrado a su cuello. Es el pequeño de la mujer que sufrió graves quemaduras. Es el niño acunado por las olas a pesar del calor y las quemaduras. Pero no viaja con su madre. La mujer que ahora lo lleva es italiana. ¿Dónde está? La noche que llegaron a tierra tuvo que ser trasladada en helicóptero desde Lampedusa a Palermo para ser atendida. Viajó sin él. Las primeras horas de cuidados surtieron efecto aliviando los dolores de las quemaduras pero aquella mamá no dejaba de llorar. Pasó la primera noche en el hospital y amaneció llorando. Y así la segunda y la tercera. El desgarro de no tener a su pequeño cerca era tan profundo que quienes la atienden deciden que el niño vuele al encuentro de su madre. Por eso viaja en este avión unas filas por delante de nosotros. Por eso le acuna ahora una mujer rubia. Hay viajes que no acaban cuando terminan. Voy a cerrar los ojos. Y a imaginar el reencuentro.

* Periodista