Llego a Florencia apenas unos días después de la última tragedia en el Mediterráneo. Los periódicos y los telediarios no hablan de otra cosa mientras que Renzi se agarra a su debilitada izquierda para liderar no se sabe bien qué respuesta europea. Mujeres y hombres sin nombre ni apellidos, las otras y los otros, solo una cifra. Suma y sigue. Nos conmovemos puntualmente y luego seguimos con nuestras vidas. Mientras tanto, en un permanente ejercicio de cinismo, nuestros representantes le dan vueltas a la rotonda sin aterrizar en la verdadera herida. Una herida que no es otra que la que provoca un modelo político y económico que alimenta las desigualdades y la exclusión. Que necesita cada día más y más esclavos. Que vive en la esquizofrenia que provoca adorar los principios ilustrados y en la práctica dejarse llevar por una visión censitaria de los derechos.

Paseo por esta cuna del humanismo renacentista, contemplo las espléndidas obras de arte que me reconcilian con el genio del hombre (y el invisible de la mujer), me dejo seducir por el Arno en el que parece que el tiempo circulara más lento, sin el hostigamiento de la sociedad del rendimiento que tanto nos exige. Me pregunto, en esta ciudad en la que es imposible no ser optimista, en qué hemos fallado. En qué momento todo ese proyecto revolucionario que puso al hombre en el centro del universo, que confió en el progreso movido por la mente humana y que empezó a liberarnos de viejas cadenas dogmáticos, sucumbió ante el peso de otros gigantes. Y me pregunto si la respuesta no es otra que haber entendido al David como un gigante capaz de derrotar al adversario y no como encarnación de la Humanidad compartida.

Me hago todas estas preguntas lejos de la vorágine electoral de nuestro país, de ese mercadeo tan hiriente en el que la mayoría nos trata como si fuéramos menores de edad. Contemplo, desde la distancia, la mediocridad de quienes nos representan y de quienes aspiran a salvarnos. Lo hago desde un país al que me temo cada vez nos parecemos más en lo malo y menos en lo bueno. Miro alucinado como la lideresa andaluza de Podemos es capaz de ser tan populista como la casta, o como el PSOE cordobés presenta su programa económico en un hotel de 5 estrellas. Todo ello mientras el electorado hace cola en torno a un flamenquín kilométrico, tal vez indiferente ante la cerrazón de Chaves en su escaño o en general ante unos políticos a los que, pese a sus corruptelas, sigue dando su apoyo en las urnas.

Me doy cuenta entonces, mientras escucho a los políticos italianos hablar de su enésima reforma electoral, que nuestro naufragio es quizás todavía mayor que el de tantas y tantos que llegan a perder sus vidas en busca del paraíso occidental y capitalista. Ellos están muertos, nosotros ciegos. Ya lo advirtió genialmente Saramago en dos de sus obras más necesarias: Ensayo sobre la ceguera y Ensayo sobre la lucidez. Vivimos prisioneros de una ceguera moral, tal y como explica Bauman en su último libro. Estamos enfermos de "adiáfora", a la que el sociólogo define como el acto de situar actos o categorías de los seres humanos fuera del universo de evaluaciones y obligaciones morales. Es decir, estamos contagiados de una brutal indiferencia ante lo que sucede en el mundo, del entumecimiento moral que alimenta la sociedad del espectáculo. El miedo y la inseguridad nos vuelven reaccionarios y cínicos. Sin ser conscientes de que eso supone dejar las riendas en manos de los poderosos. Por eso, en mis paseos por la orilla del Arno no he dejado de recordar las sabias palabras de Goytisolo. Me agarro a ellas para recuperar el pulso ético que nos falta. Recordando que "el ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos, no debe distraernos de la suerte de los más".

* Profesor titular de Derecho Constitucional de la UCO