Estamos tan acostumbrados a darle a una tecla y que las cosas funcionen, a cerrar la puerta de nuestra casa, bajar las persianas y dormir tan tranquilos, a tener en un clic el mundo a nuestra disposición, que nos parece imposible que un loco vengativo, suicida o asesino nos pueda violentar la existencia hasta el extremo que lo ha hecho ese joven piloto alemán de clase media, amable y aparentemente normal que estrelló el avión en los Alpes acabando con su vida y las de 150 víctimas inocentes.

La diarrea informativa ha sido la propia en estos casos, con tertulianos que hablan como ingenieros aeronáuticos y corresponsales haciendo de montañeros para mostrar los detritus del avión y del pasaje. Y ahora vendrán las medidas urgentes que entrarán en acción, y meterán tres pilotos en la cabina si es preciso, todo para que nos sintamos protegidos por los Estados que nos cuidan como madres a sus cachorros, una súper protección que a la vez nos infantiliza si no somos capaces de comprender que la fatalidad existe, y ha existido y aparecerá cuando menos lo esperamos, porque esa es su razón de ser y la nuestra para temerla.

Y podrán revisar hasta nuestros intestinos cuando pasemos los controles de los aeropuertos, pero quién mirará y entenderá el cerebro de los viajeros y de la tripulación. Ahora que llega el tiempo de los rezos y homenajes para paliar tanto dolor y desconsuelo, conviene tener presente que los hombres no somos prisioneros del destino, sino de nuestra propia mente, como advertía Franklin Roosevelt.

* Periodista