La palabra creación no tendría que ir vinculada necesariamente al artista o a la obra artística. Encontramos, en la Naturaleza y en la vida, a grandes creadores cuyas obras desaparecen, quizás porque son efímeras, o susceptibles de ser devoradas por el tiempo. Y nunca van a ser catalogadas en los ficheros memorísticos de las universidades. A los escritores se les llama creadores porque su obra parece estar basada muchas veces en la fabulación o la mentira, y seguramente porque, al hablar de la escritura, algo muy humano se libera más allá de la desesperanza, algo inmemorial y entrañable, algo que, probablemente, debe ser la manifestación propia del arte.

Y la verdad es que muy pocas veces los escritores se atreven a contar de dónde surgen sus historias. Nosotros vamos a hablar de lo que puede significar el placer de escribir. Un placer salpicado de pequeños --y a veces duros-- castigos que podrían quedar diluidos en una sola palabra: la elección del propio oficio. Una vez, un respetado crítico literario le dijo a la escritora Montserrat Roig ---a quien algún día, más bien antes que tarde, espero, habrá que hacerle la justicia que como autora merece-- le comentó, decía, con aire paternal que ella nunca llegaría a ser una buena escritora, pues no era ni drogadicta, ni estaba alcoholizada, ni era lesbiana. Ella, en aquel momento, se vino un poco abajo y llegó a pensar que no iba a ser nunca ni siquiera una escritora. Sin embargo, movida por la curiosidad, empezó a rastrear bajo la tutela del crítico algunas biografías de los escritores que más le interesaban y comprobó que, efectivamente, muchos, bastantes, eran drogadictos, o alcohólicos o bien homosexuales. Pero también descubrió que otros muchos eran personas sencillas, buenos ciudadanos o padres de familia y pagaban puntualmente sus impuestos y las facturas de la luz. Y que, en todo caso, qué importancia podían tener ese tipo de consideraciones en la calidad de las escritoras y escritores fundamentales.

No son imprescindibles, ni siquiera necesarios, substancias, licores o tendencias cuando lo que se pretende es transcender la realidad. Y las emociones que nos llenan pueden llegar en cualquier momento, por ejemplo cuando logramos entender el indescifrable lenguaje de la música. Así llegó ella a descubrir que hay que tener una capacidad, o predisposición, especial para sentir, para oler, para ver. El escritor, para no dejarse embaucar por la aparente realidad, tiene que ejercitarse en la intensa capacidad evocadora de los sentidos: aprender a mirar, a tocar, a saborear y a escuchar lo que parece viejo y repetido para que se le aparezca nuevo e inédito. Como se le aparece a los niños.

* Profesor de Literatura