Teniendo en cuenta que durante los años de la Dictadura estuvieron prohibidos y perseguidos los partidos políticos, en la Transición la prioridad se centró en consolidar unos partidos que, como se indica en el artículo 6 de la Constitución, expresasen el pluralismo político, concurriesen a la formación y manifestación de la voluntad popular y fuesen instrumentos fundamentales para la participación política, con una estructura y funcionamiento democrático. Pero no tardó en implantarse una clase política profesional que rápidamente se hizo disfuncional, al dotar a los partidos de poder suficiente para evitar que se crease un sistema organizado de tal manera que fuese posible la inclusión en su seno de personas o sectores no sometidos al aparato del partido.

A esta anomalía se han sumado otras que han colaborado en el desprestigio de los propios partidos y a la desvalorización de la clase política. Entre otras se pueden citar la crisis de valores, la corrupción de parte de la clase política y la ausencia de líderes y de miembros dirigentes de suficiente valía y formación para llevar a efecto la delicada labor que tienen encomendada.

En los partidos y aún en la sociedad se ha producido una crisis de valores y de ética que ha debilitado la legitimidad del actual sistema democrático. Al mismo tiempo, los valores económicos han privado sobre los éticos donde los fines privados prevalecen sobre los públicos. (Victoria Camps). Los valores que se adopten determinan la dirección que tome una sociedad y la capacidad para sobrevivir, avanzar y progresar o bien para declinar cuando la agenda material y la codicia individual excluye lo más altos valores sociales.

Los frecuentes casos de corrupción no han sido ajenos a esta crisis de valores, al mismo tiempo que ha habido una falta de acierto en la elección de aquellas personas que iban a tener responsabilidades importantes en la gestión económica de la cosa pública. Aunque también es cierto que, a veces, la corrupción se produce no por la búsqueda de un bien personal sino para el beneficio del partido a que se pertenece.

Existe en la conciencia de la sociedad, y así lo demuestran las encuestas, una opinión consolidada respecto a la falta de liderazgo político y de escasa valía de la clase gobernante que le representa. Hace días llegó a nuestras manos un número de la revista editada por la Fundación Alexander von Humboldt. En un artículo se refería a Steven Chu, de forma que al revisar su trayectoria científica se recordaba que había sido incorporado al gobierno del presidente Obama desde 2009 como secretario de Energía. El citado profesor S. Chu fue Premio Nobel de Física en 1997 y desde 1987 había trabajado en el Instituto Max-Plant de Munich por lo que era un humboldtiano. Al leer este artículo no pudimos resistir la tentación de comparar lo que ocurría en EEUU, con la incorporación de un Premio Nobel al equipo de gobierno, con lo que sucedía en España en la formación de los distintos equipos ministeriales.

Hay que tener en cuenta que la sociedad americana es todavía mayoritariamente protestante, por lo que sus universidades, donde se forman sus clases dirigentes, tienen embebida la cultura del mérito frente a nuestra cultura de las amistades.

En España el divorcio entre la clase política y los intelectuales, entendiendo por éstos como aquellos dedicados preferentemente al cultivo de las ciencias y de las letras, es claro y manifiesto. En otros países no es de extrañar la captación por un partido de destacados intelectuales para que intervengan en la acción política. La culpa de que en nuestro país no ocurra así hay que repartirla adecuadamente entre unos y otros.

Tampoco hay que olvidar que dentro de las distintas agrupaciones políticas es más frecuente que los intelectuales o universitarios que a ellas pertenezcan, tengan resuelta su vida económica, profesional y social al cesar en su actividad política, que aquéllos que no lo son.

Si como se ha indicado al principio de este artículo, la organización de los partidos no favorece la captación de personas de valía reconocida. El intelectual, muchas veces, se considera en situación de superioridad, porque para él las circunstancias actuales de las organizaciones políticas, en las que prevalece la sumisión a sus principales responsables, es degradante la pertenencia a la clase política.

El panorama descrito se traduce en una despolitización de la sociedad. Para Aristóteles "el hombre es por naturaleza un animal político o social y un hombre que por naturaleza y no por el azar sea apolítico o insaciable, o es un tonto o está por encima de la humanidad" (Política 1253 a 2-3).

El ciudadano adquiere la categoría de tal cuando participa en la cosa pública. La democracia es un régimen participativo. Así lo entiende la Constitución en su artículo 23: "Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal". Se contempla, por tanto, junto a la democracia representativa la posibilidad de democracia participativa. El desarrollo de la primera ha ido en detrimento de la segunda.

Es frecuente que la ciudadanía se pronuncie en el sentido de que la política es asunto de los políticos. O bien que la política es para quienes la trabajan, según A. Arteta.

Seremos tanto más libres cuanto más politizados; en caso contrario, las decisiones irán en beneficio solo de algunos.

* Catedráticos eméritos de la

Universidad de Córdoba