Los que fundamentamos nuestra filosofía vitalista en el brumoso deseo de cambiar al mundo, mediante nuestras propias herramientas utilitarias, jamás debemos abandonar. La herramienta de la escritura y el pensamiento sirve para orientar tanto el camino como el paisaje adonde nos conduce, bien sea el claro luminoso de cualquier bosque de la vida, bien sea el deseo de que nuestra palabra nos conduzca de una manera o de otra al corazón de un ser humano, aunque sea sólo eso. Pero la tala de la vida nos va dejando sin referencias, sin líderes del pensamiento que aporten soluciones a los conflictos sociales, a las situacioness de emergencia. Desde que me conozco y quise tomar la pluma como instrumento de persuasión, he visto muchas veces la luz que penetra en los nublados como la llama de Sócrates. Más que líderes sociales necesitamos hombres y mujeres que estén al timón de barcos a la deriva, que orienten el derrotero de las espumas como un faro de las excelencias y sepan inducir a los náufragos a la cercanía del puerto. Muchos lo han intentado antes de morir, otros lo intentan ahora, cuando el materialismo histórico sigue sin parecerse nada al porvenir sino a un fantasma reciclado en las calaveras de la duda de Hamlet, entre el ser y el no ser y el posible, el probable y el finiquito impotente. Saramago, que fue un dirigente del pensamiento pesimista, dijo hace años en el empobrecido Alentejo portugués que "hoy es más fácil llegar a cualquier lugar del universo que al corazón del hombre". Cierto. Cuando un escritor se queda solo ante la página de la vida siente que su palabra es un naufragio que acaba en una isla, para sentir el peso de los cielos, la soledad del mar, la ingratitud del tiempo. Y ahí termina el optimismo de un poeta: ni la poesía es un arma cargada de futuro, ni Dios que lo remedie. Sólo tienes que estar atento a lo que ocurre en el entorno tuyo para sentir la perversión del sistema. Y lo peor es que no queda mucho donde elegir. Desde el Cristo de los creyentes ajusticiado por la pésima levadura de las masas, el aire está lleno de nuestros gritos de rebeldía, pero la costumbre de escucharlos nos ha dejado sordos. Así es que, pase lo que pase, cerraremos los ojos, silbaremos disimuladamente con las manos en los bolsillos mirando hacia otro lado y nos iremos del corazón a los asuntos, esto es, a ejercer el oficio de supervivientes en una sociedad cada día más insolidaria y más egoísta, en la que sólo interesan el placer, el dinero, la prevalencia de los intocables sobre los sufrientes. Nos equivocamos los que tratamos de imbuir a nuestros hijos, como nuestros padres y educadores de antaño nos imbuyeron, aquella ética sumaria del cumplimiento del deber, en el nombre del cual se nos decían unos bellos discursos que nos preparaban para la callada obediencia. O para lo contrario. Y esto es porque algunos entendimos que no se puede enseñar tanto silencio cuando hay heridas que brotan de los ojos, cuando hay cicatrices que brotan de la Historia, cuando hay historias que nunca cicatrizan. Cualquier historia anónima de un sufriente de hoy, entre las muchas historias anónimas de nuestro tiempo, es como la historia aquella del "olvidado" del poema-reportaje de Pepe Hierro, carne de la pobreza que no tendrá, si sale de las tinieblas, donde caerse vivo. Oímos impotentes los millones de gritos de socorro del mundo, de las aceras de nuestra civilización, de los paisajes del que fuera hasta hace poco Estado de bienestar que no es sino una llaga ulcerosa dentro de la cual se obedece a unas normas establecidas: el cumplimiento del deber, modelo ético sobre el que las conductas desvergonzadas fundan su preeminencia sobre los otros, los que miran con impotencia, con el estupor de su honradez y los que, menos afortunados, esperan, silenciosos, heridos e indecisos sobre la cornisa del rascacielos de la vida a que cualquiera los empuje hacia el vacío.

Todos los días nos dan noticias de los Bárcenas ejemplares que nos cojen sumidos en la perplejidad de contemplar la reincidencia de la Historia en sus propios desastres. Somos los nuevos personajes de Esperando a Godot , de quienes descendemos por la línea directa partisana del pesimismo histórico sin claudicar jamás.

* Poeta