Desde la terraza del Soho se puede contemplar las aguas del Guadalquivir. No es el Danubio ni el Rin, ni siquiera es el modesto Sena; es un pequeño río que fluye recatado cuando, como ahora, no hay avenidas. Es una vena inmóvil de agua que pretende pasar bajo la fea pasarela de la Cruz del Rastro. Lento en su discurrir parece una lámina muerta. A la izquierda en el chopedal dos imágenes me desconciertan: la de un avión estacionado en el balcón de Europa, como testigo mudo de la avanzadilla de nubes de pájaros blancos que a las cinco de la tarde buscan su rama al abrigo del sol crepuscular. A lo lejos parecen un enjambre de grandes mariposas blancas que se reparten los troncos de la chopera. Nada tiene que ver este río con el Misisipi que un día contemplé en USA. El Guadalquivir no discurre casualmente por Córdoba. Los antiguos moradores del "cerro de los quemados" escogieron este río para allí quedarse. Río y tartesos e íberos se escogieron en mutualidad; crearon una forma de vivir y de ser. Viven los habitantes de Córdoba cerca del río pero no lo disfrutan ni lo quieren disfrutar. Entre ciudad y río hay una raya que no se puede atravesar; una especie de hábito singular. El aire huele a ciénaga cerca del Molino de Martos o aguas debajo de la Albolafia. Desde el pretil de la terraza del Soho no hueles a río; se ve un Miraflores desafortunado con las tripas destrozadas en espera de rellenar sus huecos con algún edificio singular. A lo lejos, a la derecha, se puede disfrutar de las piedras lavadas de la Calahorra y del Puente Viejo. Esa imagen petrificada; sin embargo, tiene vida; en tanto que Miraflores es un cementerio de piedras muertas. Viví mucho tiempo al otro lado del río, tras la espadaña de la Iglesia de San José y Espíritu Santo, que desde la terraza del Soho contemplo. Busco con la mirada el recuerdo de mi adolescencia y juventud, como un segundo nacimiento alrededor de este río y con la torre de la Catedral en la lejanía. La Calahorra y el Puente Viejo son el orden acendrado, unión perenne del Campo de la Verdad, con la ciudad que se hermanó a distancia con su río. La visión de Miraflores, desde la altura del Soho, es singular incoherencia, caos e incuria. Cuando decido marcharme y decirle adiós a mi río, lo noto que arrastra indolentemente su sucia vida; esquela infernal de sus riberas inabordables. El crepúsculo vespertino va cobrando intensidad y las garcetas en la chopera oriental encuentran su soñada paz. El agua se va haciendo mortecina y sus sombras líquidas son reflejo de lo adormilada que está mi ciudad. Me alejo del río para no abismarme en su transcurrir tedioso y camino hacia el Portillo para regresar a mi hogar. No tengo el menor deseo de desafiar el desafecto que los cordobeses muestran a su Guadalquivir.

* Catedrático emérito de la UCO