Hace 25 años escribí mi primer artículo en este periódico. En marzo de 1986 el felipismo se encontraba en la cresta de la ola, y los españoles estábamos henchidos por ser formalmente europeos desde principios de año. Reagan comenzaba a fermentar el fin de la guerra fría, y meses después Maradona subiría a los altares del fútbol. Sin embargo, aquel artículo no versaba sobre política o balones. Lo dediqué al cometa Halley, aquel singular visitante que nos frecuenta cada 75 años, el mismo que inspiró muchos de los frescos de Giotto, y quién sabe si no fue el navegador de los Reyes Magos. Por aquel entonces, este artículista era uno de los componentes de Radio Universidad , un prístino ejemplo de que la extensión universitaria hace un cuarto de siglo no era hablar de Atapuerca, como así pueden pensar muchos de estos neoparnasianistas con aspiraciones a cátedra. Con la Agrupación Astronómica Cordobesa organizamos un avistamiento en Trassierra. Mereció la pena aguantar la pelúa de la noche, pues aún tengo grabada aquella patata gigante en el firmamento, llena de poros y de sueños. Es posible que ese artículo supurase inocencia, pero se aferraba a la ambivalencia del cambio y la permanencia, al machadiano todo pasa y todo queda. El cometa no lleva ni la mitad de su trayectoria y este planeta se ha enfrascado en una revolución digital de tanta o mayor importancia que la industrial. Lo difícil es extirpar a esta lírica, a veces trágica, las supersticiones. Porque los que capciosamente transforman en pretextos las circunstancias, se aterrorizan ante las mismas fotos: bombardeos en Libia y un accidente nuclear. Ante tanta radiación de histeria, Japón da una lección al mundo. Y Gadafi sigue siendo el problema.

*Abogado