El desastre de Japón, ante un despliegue tan brutal de fuerza y poderío de la naturaleza, nos sigue dando qué pensar. Algo parecido ocurrió con el terremoto de Lisboa en el siglo XVIII: hizo reflexionar a los pensadores sobre la condición humana, sobre el poco respeto que la naturaleza muestra por ese ser, dignificado por su inteligencia y su moral; sobre la aparente contradicción entre el horror y la providencia amorosa del Dios cristiano. Esas catástrofes nos confrontan siempre con profundos enigmas existenciales. Ante esta situación tan dura y dolorosa, las personas se unen y ayudan para hacer frente a la desgracia, a la pérdida, a lo incomprensible. Cuando uno ya no tiene nada y aún se ha de sentir dichoso de conservar la propia vida se produce un extraño sentimiento de solidaridad y unión. Todos los pueblos, y comunidades, que se han tenido que enfrentar a graves catástrofes saben de lo que hablo.

Cuando uno va a Nueva York se sorprende de la cordialidad en el trato, de la humanidad que desprenden las personas en el marco de una ciudad de rascacielos y empresas, que muestra el corazón del imperio del capital. El atentado de las torres gemelas dejó una huella imborrable en esa ciudad. Sus ciudadanos se paran, atienden al turista, son afables; no tienen prisa. Disfrutan de la vida y del momento. Trivializan muchas cosas que antes les parecían importantes y ahora no. Las heridas colectivas, cuando se pueden superar, sirven para regenerar el tejido cordial y humano de las comunidades que las sufren, de los pueblos que las padecen. Quizá los pobres haitianos tendrían mucho que decir a los japoneses en estos duros momentos. Ellos, que no tienen medios ni recursos, ni nada para enfrentarse a la desgracia natural que les sacudió de manera imprevista, tienen mucho que decir ahora a la tercera economía del mundo, a ese pueblo disciplinado y exigente, ahorrador y eficiente, que quizá se sorprende ahora de ver cuánto tiene en común con todos aquellos hombres y mujeres de todos los tiempos que han sobrevivido a una catástrofe de estas dimensiones.

Para los que tranquilamente miramos el dolor ajeno desde el sofá de casa, en la extraña seguridad de que esas cosas siempre pasan a otros y en otros lugares, sería bueno no esperar a que nos asole un terremoto, un tsunami o un atentando para cambiar nuestra escala de valores, para ganar en cordialidad y apertura a los demás, para mejorar y aquilatar nuestra humanidad.

* Profesor