Si hay algo que los grandes regímenes totalitarios de la historia reciente han aprendido de quienes nos precedieron en el tiempo, es que el poder debe ir revestido de ciertas manifestaciones externas destinadas a legitimarlo, a epatar a los súbditos, subyugados de esta manera ante la expresión humana de una potestas que en la mayor parte de los casos (incluso, aún hoy) se presenta como algo divino; con el refrendo frecuente de la religión oficial del Estado. Pero si los dictadores (con independencia del signo) han tenido de siempre esta tendencia a la divinización, es porque sus subordinados necesitaban verlos como algo inalcanzable, de sangre azul y reflejos áureos. ¿Cómo, si no, justificar el poder absoluto? Aun cuando parezca una paradoja, es mucho más fácil vivir bajo un gobierno duro y obsequioso que en una democracia necesitada de esfuerzos colectivos y personales cotidianos para llevarla a buen puerto; y esto lo debió saber bien uno de los más grandes estadistas que ha dado la historia de la humanidad: Octaviano, hijo adoptivo de César, tan ligados ambos a la historia antigua de Córdoba.

César murió a las puertas del Senado por defender un nuevo concepto del poder inspirado en modelos helenísticos que habían alcanzado en Alejandro Magno su expresión más conspicua. Los patres de la patria, guardianes celosos de los viejos valores republicanos, alarmados por el creciente protagonismo del gran Julio, no dudaron en acabar con su vida, convirtiéndose así en epígonos de unos valores que ellos mismos intuían periclitar. En este contexto, Octavio sucedió a su padre adoptivo perfectamente consciente de los peligros que implicaba mantener su línea política. Sin embargo, dando muestras de una claridad de juicio y una visión de Estado poco común, inició una campaña de imagen que día a día fue infiltrando entre sus contemporáneos nuevos valores ideológicos, suficientes para justificar que en pocos años él pasara a detentar de forma natural y en solitario los más altos poderes de Roma. Comenzó permitiendo que el propio César fuera divinizado, con el argumento de que a su muerte había aparecido un cometa en el cielo (el sidus Iulium ) que permaneció visible varios días. Dicha medida lo convirtió, de entrada, en divi filius , con todas las implicaciones que ello conllevaba. Continuó con una exaltación de las virtudes más excelsas del carácter romano, entre ellas la pietas (el respeto a los antepasados, a las tradiciones, a la esencia definitoria de Roma como cultura) y la virtus (el valor, la austeridad, la hombría de bien), y no dudó en remitir su árbol genealógico a Venus y Apolo, entre los miembros del panteón olímpico, y a Eneas y a Rómulo, como fundadores de Roma, aunque para ello tuvo que poner en nómina a escritores como Virgilio, cuya Eneida nació para justificar las necesidades políticas del nuevo princeps . Sin duda, un modelo muy imitado desde entonces.

Roma se empezó a llenar de imágenes que, como su nuevo gobernante, navegaban en el filo de la navaja, potenciando por un lado los valores añejos de la tradición y lo vernáculo, mientras, por otro, infiltraban como un ácido corrosivo en la sociedad del momento principios y expresiones sobre las que, casi enseguida, apoyarían los cimientos del nuevo Imperio. Entre las primeras, la forma elegida por Octaviano para su mausoleo: un enorme túmulo con el que pretendía retrotraerse a los tipos monumentales de las grandes necrópolis etruscas, que aún hoy pueblan los paisajes de Toscana y de Umbria, deslumbrando a quienes los visitan. Pocos, quizás, se pararon a pensar que este tipo de manifestaciones funerarias eran también características de Oriente, y que allí tenían un carácter real y dinástico, como el propio nombre elegido para designarlo, tomado de la tumba del rey Mausolo, en Asia Menor. Y en esta misma línea debe ser entendida la construcción de un nuevo foro, en el que además del brillo del mármol destacarían, entre otros, dos elementos de gran significado: la galería de summi viri (hombres ilustres), y los dos grupos estatuarios colosales que presidieron sus exedras: Romulo, con los spolia opima tras vencer a los enemigos de Roma, ejemplo máximo de virtus , y Eneas, huyendo de Troya con Ascanio (su hijo) y Anquises (su padre), que, impedido por la edad y a hombros del héroe, porta en sus rodillas la caja con los Penates , en una muestra compartida de pietas . Precisamente, a Eneas se suele atribuir, aunque no existe unanimidad al respecto, la gran estatua thoracata de la Colección Tienda adquirida hace solo unos meses por la Junta de Andalucía para ser expuesta en el Museo Arqueológico de la ciudad: una pieza excepcional, que evoca la monumentalidad del foro colonial patriciense, ampliado para que pudiera parecerse más al de Augusto, y la precoz fidelidad de los cordobeses a una idea venida de Oriente, de largo recorrido y enorme trascendencia en la justificación del Imperio como sistema político: el culto al Emperador. Pero de eso les hablaré otro día.

* Catedrático de Arqueología. UCO