El año que acabamos de cerrar no solo ha sido un año de crisis por sus resultados. Es que éstos nos deben hacer reflexionar sobre la profunda crisis en que están inmersas las instituciones políticas que nos gobiernan. Una crisis institucional que la crisis económica y la situación política ponen en evidencia, y sobre la que es necesario debatir, porque, posiblemente, no se trata ya solo de volver a tasas de crecimiento económico o resolver el problema de Afganistán, sino que se trata de que no podemos aspirar a estos resultados con las instituciones que ahora nos gobiernan. Seguramente, necesitamos una reforma institucional.

2009 ha sido un mal año para la ONU. Seguramente, cuando se escriban los libros de Historia, será el año en el que se fechará el coma de la ONU, porque este conjunto de organismos internacionales, nacido de la Segunda Guerra Mundial, está siendo desguazado. No es ya que haya sido sustituido por G-20+2 en la gestión global de la crisis económica, es que el secretario general no pinta políticamente nada (¡pobre Ban Ki Moon!) y ni siquiera el Consejo de Seguridad funciona. Peor aún, la voz de algunos de sus organismos se ahoga entre cuotas, corruptelas y falta de dinero, mientras que sus magníficos documentos de análisis, de propuestas y de compromiso son sistemáticamente olvidados o ninguneados. La puntilla de esta situación ha sido la Cumbre de Copenhague sobre el clima, uno de los más sonados fracasos internacionales de los últimos años, no solo por la superficialidad del debate (la cuestión de sostenibilidad medioambiental y distribución del bienestar solo se ha tratado a golpe de titular), por el contenido del acuerdo final (clarísimamente insuficiente y muy tramposo), sino por la forma de alcanzarlo (en una reunión informal de las potencias emergentes con Obama) y por el grado de obligatoriedad del compromiso (casi cero). 2009 no solo ha sido un mal año en resultados, es que las instituciones mundiales han demostrado su incapacidad, su vejez.

Algo parecido ha pasado en el plano europeo. Europa ha vivido la más importante crisis económica de los últimos 50 años. Y en cada país la crisis tiene unas raíces diferentes y cada gobierno ha buscado la forma de paliar sus efectos y volver a la senda de crecimiento. El problema institucional es que la Unión no ha funcionado. O mejor, no ha sabido reaccionar ante los retos y oportunidades que la misma crisis le planteaba. Ni siquiera ha sabido estudiar su propia historia y ver cómo la salida de la crisis de los setenta tuvo mucho que ver con el impulso europeísta. Europa no funciona, la Unión, a pesar del Tratado de Lisboa, no arranca, los gobiernos se encierran en sus miopes intereses nacionales (¿a quién le preocupan las dificultades de los países del Este?), mantenemos políticas nacidas en los años 60, nos ahogamos y no tenemos líderes europeos y europeístas. Sin proyecto, con instituciones viejas desde el momento de nacer, Europa se está quedando tan atrasada que ya ni su voz se oye en las reuniones internacionales y Copenhague es la prueba.

La crisis institucional española es, si cabe, más profunda. No solo es que el Ejecutivo haya fagocitado al Legislativo (¿existe aún el Senado?), sino que los poderes territoriales están deslegitimando al Judicial y estamos en un proceso de creación de entes caóticos, insostenibles económicamente y políticamente vanos que no generan mejores normas, ni ayudan a la convivencia. El Estado de las autonomías, como está ahora federal asimétrico, trufado por una partitocracia rígida y con políticos superficiales, es un mal mecanismo para gobernar los problemas que tenemos.

Me temo que para gobernar un mundo de casi 7.000 millones de personas necesitamos nuevas instituciones políticas, porque las que tenemos, surgidas de la realidad del mundo de los cuarenta del siglo pasado o de míticos derechos históricos son, en el mejor de los casos, ineficaces, y, en el peor, perversas.

* Profesor de Política Económica. ETEA