Salí de casa con el firme propósito de evitar que me ocurra esta Navidad lo mismo de todos los años; así que lo primero que hice fue pasarme por el cajero automático más próximo, llené la cartera y conduje ufano por la A45 todo seguido sin parar hasta Córdoba. Dejé el coche en el aparcamiento y las escaleras mecánicas me guiaron como ángeles hasta el corazón del centro comercial, que me recibió con todas sus galas como una catedral lista para una misa de postín. Una marea multicolor haciendo las compras de Navidad me arrastraba por las galerías y en unos minutos tuve la sensación de estar comulgando en un acto religioso, porque todo, desde la música new age de fondo hasta el aroma perfecto de los artículos sin estrenar, la sonrisa amable de las azafatas, la presencia protectora de los guardas jurado, el abrazo cariñoso de los niños, todo todo invitaba a la meditación, a abandonarse a vivir el presente en sintonía con los otros.

Tras un par de vueltas recorriendo las tiendas empecé a encontrar dificultades para mover el carrito de la compra. Debo reconocer que, con cierto aire de satisfacción y orgullo, me vi empujando un abeto de plástico de uno noventa junto con un nutrido conjunto de adornos y complementos, un portal de Belén hecho de una pieza, un pavo de cinco kilos ya relleno y embolsado al vacío y listo para calentar en el horno, un juguete diferente para cada uno de mis once sobrinos, una larga serie de regalos para mis hermanos, mis cuñadas, mi madre, algunos amigos más o menos íntimos y ciertos compromisos innegociables; y sin olvidarme de los elementos decorativos para el salón y el exterior de la casa, una botellita de Pedro Ximénez, otra de Hendricks, tres pastas de turrón e incontables tabletas de chocolate. Yo el chocolate lo compro a granel, porque me encanta por lo mismo que algunos niños parece que necesitan comerse la cal de las paredes; en mi caso lo que busco es la serotonina, un aminoácido neurotransmisor que ayuda a combatir la depresión.

Cuando terminé de cargar las compras en el maletero de mi C4, el siguiente pensamiento me cruzó por la frente como un relámpago: "Llevo todo lo que me hace falta para ser feliz esta Navidad". Y es cierto, este año no se me escapa detalle, nadie tendrá razones para enfadarse conmigo; mi hogar será un lugar amable para las visitas y mi corazón también. Sin embargo, de vuelta a Montilla (estas cosas siempre me pasan conduciendo) traía conmigo la sensación de que me faltaba o me fallaba algo; no sé cómo explicarlo, era como si el asiento del copiloto estuviera ocupado por cierta presencia que me miraba y se reía de mí. Puse la radio, creo, y escuché a Alejandro Jo-dorowski en una de esas entrevistas suyas en las que no cesa de redescubrirte el absoluto despropósito de nuestras estrategias en pos de la felicidad. La cosa llegó a tal extremo que frené en seco, giré el volante, volví al centro comercial y devolví todos y cada uno de los artículos que me había entretenido en adquirir y cuyo valor ascendía a la nada despreciable suma de novecientos cincuenta y siete euros. Con todo ese dinero de nuevo en mi cartera, volví a la carretera, que es realmente lo mío, e hice doscientos kilómetros antes de llegar a mi casa en Montilla, donde estoy ahora, en bata y zapatillas, solo frente al ordenador, buscando el orden en mis sentimientos antes de abandonarme al sueño, que es lo mío.

Mañana dejaré que la Navidad llegue y se vaya sin pretender que sea la mejor que he tenido, a ver si así me van mejor las cosas y sobrevivo con más gloria que pena.

* Profesor