Cada año se nos antoja más espinoso oler y llenarnos los pulmones con ese aire fresco y esperanzado con que se anuncia la Navidad. Es difícil encontrarlo por nuestras ciudades. Anda escondido en el silencio, lugar en el que yace todo lo que el ser humano desconoce o está por descubrir. Y es precisamente por lo que ese espíritu o aliento de Navidad no es esquivo: porque hemos de redescubrirlo fresco, sutil e irrefutable en cada invierno como el nacimiento de una nueva vida al mundo. Tal vez la Navidad sea sencillamente eso: una nueva vida en la que arrebatarle al silencio todo aquello que nos hace ser mejores personas. Pero, por desgracia, hoy por hoy, querido lector/a, las personas, esas que estamos llamadas a rescatar del silencio ese aire fresco y esperanzado que anuncia toda Navidad, permanecemos precisamente ahí: en el silencio. Y disculpe si he comenzado esta columna con este tono metafórico y quizá alambicado, pero qué mejor manera para emprender una autocrítica dirigida a usted y a mí. Esos que decimos entender el sentido de la Navidad y permanecemos ahí, en el silencio. Tal vez porque también pertenezca al silencio la idea que tenemos de la misma Navidad. No se asuste que un servidor no se la va a proponer de su cosecha, pero sí me voy a atrever a recomendarle una que por venerablemente antigua, por fresca y esperanzada y por seguir en un país laico que aún pretende seguir celebrando la Navidad nos puede ayudar a usted y a mí a intentar entender su verdadero sentido. Se trata de la Carta a Diogneto . Como no cabe en esta columna, ahí va un enlace que la contiene: www.conociendoacristo.com/2008/04/ epstola-diogneto.html. Aunque la palabra Navidad no aparece en la epístola, sí habla de aquellos que debieran darle sentido a ésta y que según dice la más pura estadística somos mayoría. Una mayoría que sigue siendo silenciosa.

* Publicista