Cuando murió mi madre pensé que mi nueva dirección sería Santa Coloma de Gramanet. Mi hermana había abierto camino por donde había horizontes: Cataluña. Pero los amores y otras circunstancias volvieron a sellar en mi DNI los datos del cordón umbilical. Aunque a partir de entonces Santa Coloma se convirtió en mi segundo pueblo en donde, a la vuelta de los trabajos de estudiante en Alemania, encontraba mesa para preparar los exámenes de septiembre, y sofá, tele, frigorífico y mueble-bar, mis aspiraciones de confort en aquella época, lujos imposibles en mi casa de Villaralto. Mi número de cotización a la Seguridad Social empieza por 8, la que me hicieron aquel verano en la Coca-Cola de la calle Aragón, cuando los gabinetes de prensa eran una entelequia y mi atrevimiento juvenil llegó a proponerle a los directivos de Cobega la creación de ese puesto periodístico, aunque ellos me mandaran a volcar sacos y más sacos de azúcar en un recipiente gigante de donde salía, mezclado con agua, gas y la fórmula secreta, la bebida más famosa de los americanos. De vuelta del turno de noche compraba El Caso para mi hermana y el Tele-eXprés para mí en el quiosco de la Plaza de la Vila, enfrente del Ayuntamiento. Siempre me pareció que Santa Coloma era un exceso de edificaciones, aunque el desarrollismo de aquellos años nos atrajera, acostumbrados como estábamos a las penurias de los pueblos, con tantos descampados y sin pisos. Cuando murió mi padre en Can Ruti, el hospital de Badalona, nos lo trajimos al pueblo, donde nos encontraremos hoy. Pero ya eran otros tiempos, donde volvíamos a valorar los espacios abiertos y limpios. Esos que han detestado algunos políticos que convirtieron a Santa Coloma en un enjambre de hormigón.