La política siempre me ha merecido un enorme respeto. Puede que eso explique por qué nunca he militado en ningún partido político. Sí, es verdad: admito que en mi caso se trata de un respeto excesivo, casi como el respeto que se le pudiera llegar a tener a una novia hasta el extremo de no consumar el matrimonio. Pero qué se le va a hacer, así soy de cauteloso con cualquier tarea que suponga una responsabilidad y un riesgo (para los demás), incluso cuando viene acompañada de su momentito de placer. También puede que sea esta actitud mía demasiado taciturna y desapasionada la que me invite a mirar la política como un servicio y jamás como un altar para la lujuria y la vanidad.

No me gustan los políticos de carrera. Ser político de carrera es tan contradictorio como ser poeta de carrera o incluso científico de carrera (me refiero a científico de vocación, de esos que se quedan a dormir en el laboratorio y pasan hambre antes que dejarse seducir por las líneas prioritarias del ministerio). Supongo que en este punto debo decir que para mí ser político es más difícil que ser poeta, científico y santo a la vez. Y creo que llevo razón de verdad con esta declaración; por eso es que hay tan pocos políticos extraordinarios, o sea, tan pocos políticos sencillamente buenos.

La primer cualidad de un poeta, un científico, un santo o un político es la honestidad; ese carácter que te impide fingir lo que no crees, vestirte de lo que no eres. La segunda cualidad, pero no menos importante, es el desapego a todo lo que traías, a todo lo que has conquistado y a todo aquello que puede estar al alcance de tu mano. Y hay una tercera cualidad, esta sí específica del político (el político democrático, claro): la representatividad; me refiero a la conciencia firme de que el buen político cumple fundamentalmente una función de representación de la voluntad de los ciudadanos, o sea, que su alma de político, al contrario que el alma del poeta y en parte también la del científico, no le pertenece sino que le ha sido prestada por el pueblo. La última de estas tres cualidades debiera ser suficiente para disuadir a cualquier individuo metido en política de aferrarse a las veleidades del poder. Dimitir debería ser un acto sencillo, una vez que se toma conciencia, directamente o ayudado por los compañeros o los ciudadanos, de que tu tiempo se ha terminado, porque tu permanencia puede dañar la gestión de un asunto importante o hacer descarrilar un proyecto político de largo recorrido.

Hay personas que no lo entienden así. O a lo mejor sí lo entienden. Pero desde luego no lo sienten así. Qué pena. Porque no hay nada más perverso que la inteligencia y la belleza puestas al servicio de un político endiosado. La seducción inteligente es más fuerte que la razón. Por eso triunfan políticos como Berlusconi, por eso se resisten los Costa, los Mata y los ¿Camps? (y tantos otros) contra viento y marea. Tan despreciables por tantos gestos. Pero tan admirados por esos mismos gestos. Al fin y al cabo, cuentan con los votos. Son nuestros hijos, en el fondo. Nuestra simple curiosidad los empuja hacia las alturas. Y ellos lo saben. Los políticos son conscientes de la extraordinaria capacidad seductora del poder. Me refiero especialmente a los políticos de alta costura, por supuesto, esos que transitan por las pasarelas desplegando todo su glamour desde unos tacones imposibles hasta un inverosímil cuello de camisa estilo Karl Lagerfeld. Y si al menos supieran llevarlo con elegancia y dignidad... Menos mal que también tenemos buenos políticos pret-a-porter , que son los que al final nos salvan del desastre.

* Profesor